El martes fue un día intenso en el Congreso y sus alrededores. Casi
nunca llevo la credencial de diputado. Así que antes de irme a dormir la
busqué y la dejé en un lugar bien visible para no olvidarla.
Efectivamente, cerca del Congreso, un policía me pidió que me
identificara. Le mostré mi credencial y me dejó pasar. Para tener esa
credencial había necesitado que, un domingo de noviembre del año pasado,
doscientas veintisiete mil cuatrocientas sesenta y tres personas
votaran la lista en la que figuraba mi nombre.
Hay quien pretende que eso no tiene ningún valor, que los que fuimos
elegidos no representamos a nadie. Pero aquel domingo de noviembre del
año pasado, más de veinticinco millones de personas fueron a votar. Lo
hicieron en mitad de una cruel crisis económica. Acudieron a las urnas
con la experiencia de treinta y cinco años de democracia, de campañas y
de partidos. Habían visto incumplimientos de programas electorales, se
habían sentido impotentes ante mayorías absolutas, habían sufrido con
escándalos de corrupción. Y, sin embargo, decidieron conscientemente ir a
votar, y votar lo que votaron. Otras personas piensan que, a diferencia
de lo que les ocurre a ellas, esos veinticinco millones de ciudadanos
votaron engañados o equivocados; y creen que el pueblo, como nación,
está mejor representado por quienes se manifestaban la tarde del martes
en la plaza de Neptuno. Sin embargo, los manifestantes son una parte del
pueblo, pero no son el pueblo. Es verdad que hay muchas más como ellas,
pero todas juntas siguen sin ser pueblo.
Los revolucionarios franceses de 1789 colocaron al pueblo en el lugar
del rey soberano, pero como el francés era un rey absoluto, el pueblo
calzó los zapatos de un príncipe absoluto. Un pueblo inspirado por la
«Voluntad General», que, en palabras de
Hannah Arendt «dirigía a la
nación, como si esta formase realmente una persona y no estuviera
compuesta por una multitud». Y de igual modo que el monarca absoluto
tenía un poder ilimitado, el poder de la nación tampoco tenía límites.
Al otro lado del Atlántico y por las mismas fechas, otros
revolucionarios, los norteamericanos, pusieron también al pueblo en el
lugar del rey; pero como la monarquía inglesa no era absoluta, y el
poder de su rey estaba limitado por las leyes, los norteamericanos
pusieron en la Constitución el origen y el límite de los poderes del
pueblo soberano. Una nación que nunca entendieron como si fuera una sola
persona, sino como una multitud de personas con opiniones e intereses
distintos y enfrentados.
Mientras escuchaba en el hemiciclo las voces plurales y
contradictorias de los representantes, moderadas en sus pasiones por el
reglamento de la Cámara, fuera del Congreso miles de voces gritaban como
una sola persona: «¡no nos representan!». Dos siglos más tarde, las
revoluciones francesa y americana siguen llamándonos a dos destinos
distintos. Cada uno de nosotros debe elegir cómo es su pueblo y cómo es
su soberano; y así elegir su propio destino.
José Andrés Torres Mora es diputado socialista por Málaga y portavoz de Cultura en el Congreso
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