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El amigo catalán

El amigo catalán

jueves 12 de septiembre de 2013, 09:39h
     Hace unas semanas estuve en Barcelona bajo su sol esplendoroso, gozando la vida intensa de sus calles en general llenas de gente, no solo las que están dentro de La Diagonal, sino también las que la rozan por fuera. Hacía un sol suave que el final de agosto volvía muy soportable. Nos dimos una vuelta por el Paseo de Gracia echando un ojo a las esplendidas y bellas tiendas que hay a uno y otro lado de la avenida. Amigos, digo un ojo, porque a nosotros, al igual que a muchos turistas, los precios de aquella zona tan exclusiva nos parecían prohibitivos, y más en este momento en el que los consumidores tenemos que salir a la calle con los bolsillos vacíos.

     Vaya que si me di una vuelta por La Central, una de las grandes librerías de España. Allí, en la de la calle Mallorca, se me llenaron los ojos de libros ordenados de manera perfecta en las mesas expositivas. Apenas faltaban novedades. La buena mano del organizador llenó con justicia y sabiduría la selección de autores. Compré varios, pero sobre todo compré con más satisfacción uno de Herborg Wassmo, La casa del mirador ciego, una de mis narradoras favoritas no demasiado conocida aquí, y que por primera vez veía resaltada en una librería. Como buen amante de la literatura nórdica, sobre todo de su poesía, Gosta Agren, Karl Vennberg, Harry Martinson, Henrik Norbrandt..., me encanto ver ese y otros libros de la desconocida poesía sueca, noruega o finlandesa en las mesas promocionales, y no enclaustrados en las estanterías, prestos a ser vistos solo desde la perspectiva de la búsqueda.

     Después de no comprar ropa o joyas en la modernista y hermosa Paseo de Gracia, nos dirigimos hacia la Plaza de Cataluña en la que el Corte Inglés parece el monarca fundamental del espacio. Vaya que allí sí que saciamos algo de nuestras ansias compradoras. Pues los precios, recorriendo todo el escalafón, nos permitían ajustarnos al bolsillo. Compramos música para gozar después en el viaje de vuelta al centro castellano, a la sequedad profunda de las encinas, al silencio monasterial de los campos, al movimiento marítimo de las espigas.

     Cuando salimos del Corte Inglés nos dirigimos al Barrio Antiguo, el cual vimos con fruición y desgaste de gemelos, hasta que por alguna calle estrecha llena de frescor y japoneses, llegamos a Las Ramblas para reposar el esfuerzo antes de acercarnos a las playas. Nos apetecía ver de cerca el gigantesco hotel W y la tumultuosa alegría libertaria de la Barceloneta. En esta playa comimos, en un chiringuito cuyo nombre no recuerdo, que estaba besando la playa, con un sombraje denso, y unas viandas dignas de concebir como inexcusable volver.

     Comimos con algunos amigos catalanes, gente de la literatura que había estado conmigo la noche anterior en la presentación de mi libro, El sueño de la Muerte (Hiperión), en La Central del Raval. Y como es de imaginar el tema de conversación fue esta extraña, angustiosa y oscura realidad de la relación de Cataluña con el resto de España. Lo primero que me llamó la atención fue que más de uno mantenía una posición muy distinta a la última que recordaba. Antes era una percepción ilustrada de la España autonómica, reconocían y les satisfacía el liderazgo de Cataluña en una idea de aceptación de la diversidad y la convivencia. Ahora sus opiniones eran algo hoscas y desengañadas, se sentían traicionados e incomprendidos, incluso usados en greñas electorales para aumentar votos fuera de Cataluña.

     Uno de mis amigos, buen poeta, socialista quizá ahora de dudosa adscripción, era el que me mostraba el rostro de más puro desengaño con Zapatero y su alegre oferta de un Estatuto a gusto del consumidor. También, dijo, hacia la incomprensión que percibía en el resto de España sobre lo que es el ser catalán, el sentimiento catalán, su cultura, sus costumbres, sus sueños. Y si hablábamos de Rajoy o el PP su decepción se volvía desprecio, diciendo que la España que maltrató sus fueros, su lengua, su historia, estaba de lleno representada en ese partido. El caso es que se produjo el típico debate del grupo de amigos, en el que se cortan las palabras, se habla mucho y se razona poco. De todas maneras, la sensación que vi en el rostro de mi amigo poeta era compartida por el resto de los catalanes, de diversa ideología, por lo que deduje que había una terrible y profunda desafección entre lo español y lo catalán, mucho más fuerte ahora que hace pocos años.

     En mis intervenciones me desmarqué de la falta de respeto, o intento de sumisión, a cualquiera de su identidades. Puse mucho cuidado en no arañar sus sentimientos. Pero también hablé del esperma de odio y enfrentamiento que contiene el nacionalismo desaforado, se llame español o catalán, esté en labios de un partido de  derecha o en uno de izquierda. Incluso apelé al internacionalismo inherente a los sentimientos de izquierda, pero así como otras veces ese era el jarabe que curaba la tos del separatismo, esta vez no lo logré, percibí una decisión absoluta de concebir su identidad lejos de lo español.

     En todo caso, dije como síntesis de mis  análisis, que se estaba debatiendo en una exaltación impropia, y que desde esa perspectiva, el debate carecería de racionalidad. También dije que somos muchos los españoles que admiramos y queremos a Cataluña, y que nos duele esta situación en la que imperan las emociones y los agravios. Pero no sirvió de nada. Vi una decisión irrevocable, una ira sin calma, un sentimiento imparable. Eso es lo que vi. Y lo escribo como tal. No quiero sacar conclusiones ni trágicas ni pesimistas. Solo digo que es imposible cerrar los ojos ante este hecho. Que es necesario, como ya se hizo una vez, hablar y hablar y hablar y hablar hasta recuperar los numerosos puntos de encuentro que están perdidos.             
                        
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