El federalismo como respuesta al desafío independentista
jueves 19 de diciembre de 2013, 12:50h
Hace
un par de semanas conmemoramos el 35º aniversario de la Constitución. Tal y
como ocurre año tras año, hubo celebraciones y discursos con pompa y buena
prosodia, de cuidadas hechuras institucionales.
Con
todos esos estímulos, y alguna sacudida más reciente en forma de preguntas,
intenté trabar algunas reflexiones que hoy presento. Primero, conviene divagar
un poco sobre qué festejamos realmente cada seis de diciembre. Supongo que para
la mayoría sólo es un feliz descanso que les permite alejarse de las
obligaciones. Saben que se le llama el día de la Constitución, pero no les
merece mayor opinión: lo mismo podía apellidarse de la patrona o de la fiesta
regional, porque la consecuencia es quedarse en la cama igual, tal como
versionaba Paco Ibáñez a Georges Brassens. Nada que decir, porque es una
saludable opción.
Otros,
en cambio, emparentamos la jornada festiva con la aprobación de la Carta Magna,
establecemos una relación entre ambos hechos. Pero también en este grupo caben
las distinciones. Para unos, lo que se celebra es directamente la democracia:
la Constitución es, en su pensamiento, un sinónimo del sistema de derechos y
libertades en España. Para otros, el motivo no es tanto el entorno democrático
ni el contenido literal de la Constitución como el gran acuerdo que la hizo
posible. Son nostálgicos del consenso. Los hay también que bucean en los
aciertos de los padres constitucionales. Y otros, en fin, aprovechan el
aniversario para subrayar las carencias, los incumplimientos y las debilidades
de la Carta Magna. Entre estos hay un subgrupo partidario de reformarla para
mejorarla. Ahí me autocatalogo.
Pero,
con independencia del lugar donde se pongan los acentos, resulta casi imposible
desligar unos juicios de otros. La Constitución de 1978 incorpora a estas
alturas tres grandes connotaciones: democracia, consenso y estabilidad. Una
terna que no depende tanto de la letra exacta del articulado constitucional
como de las circunstancias históricas en las que se produjo su redacción y su
posterior aprobación.
El
riesgo en el pasado de un desacuerdo constitucional
Repasemos.
En 1978, la democracia era un ensayo, una aventura política de desenlace
dudoso. Esa incertidumbre condicionaba el diálogo sobre la Constitución. Las
consecuencias de un fracaso no pararían intramuros de las Cortes, contenidas
por los leones de bronce de la Carrera de San Jerónimo, sino que reavivarían
los discursos sobre la incapacidad congénita de los españoles para la convivencia
democrática. Aunque hoy suene a broma, tales cosas se decían y hasta se
escribían con profusión. Sólo había una orilla factible, la del acuerdo; en la
otra, en la del desacuerdo, resultaba imposible hacer pie, porque se abría el
abismo.
El
amplísimo entendimiento alcanzado en el Congreso fue el resultado de la pericia
y la capacidad negociadora de un selecto puñado de diputados, pero también del
pacto que imponía aquella coyuntura. Sellado el acuerdo y refrendado por el sí
masivo, la permanencia de la Carta Magna era obligada, porque la Constitución
debía demostrar su resistencia. Escamados por otros fracasos históricos, había
voluntad de aguante. No se quería, en modo alguno, una Constitución volátil.
Los
niveles de exigencia previstos en los procedimientos de reforma dispuestos en
la propia Carta Magna obedecen tanto a ese afán de permanencia como al interés
en asegurar el cumplimiento de lo acordado. No sólo se ponía muy caro el cambio
del articulado; de paso se garantizaba el respeto a lo pactado. Se cerraba el
paso a modificaciones que no estuvieran soportadas por un consenso troncal.
Dicho al modo de Fernández-Miranda, la reforma habría de discurrir forzosamente
del consenso al consenso a través del consenso.
Treinta
y cinco años después, la Constitución puede dar por superada una larga lista de
pruebas; entre ellas, haber soportado durante décadas la presión provocada por
el terrorismo, los vaivenes económicos y también las tensiones que acompañaron
el desarrollo territorial del Estado. Los problemas más fieros quedan en
pequeñeces ratoniles cuando se alejan o se vencen, y así ocurre en este caso.
Hubo un golpe de Estado; resistimos un largo tiempo de miedo y sangre en el
País Vasco y en toda España; debatimos el plan Ibarretxe, vivimos recesiones y
años de bonanza. En todas estas circunstancias, la Constitución siempre se
reveló un espacio adecuado para encarar los problemas.
'Con
la furia de los conversos'
Ésa
es una de sus grandes virtudes: haber servido de punto de encuentro. Incluso
partidos que la recibieron de uñas o la desdeñaron con escepticismo acabaron
acogiéndose a sagrado dentro de sus puertas, aunque a veces con la furia de los
conversos.
Quizá
eso explique que haya dirigentes de la derecha que concedan a la Constitución
el trato reverencial propio de los libros que se suponen palabra de Dios.
Incluso es lógico que se haya sacralizado un punto el texto: primero, por las
circunstancias excepcionales en las que se elaboró; segundo, por las décadas de
progreso y estabilidad que ha permitido. Esa aura sobrenatural nimba también a
sus redactores con la de políticos providenciales que sobrepusieron el interés
general a sus cuitas de partido.
Pero
no dejemos que nos deslumbre esa mitificación y recordemos que los redactores
de la Constitución dejaron abierta la posibilidad de reforma, y a diferencia de
lo dispuesto en otras, sin vetar contenido alguno. Expresado de forma gruesa,
el alambicado y rígido procedimiento de reforma salvaguarda más el método (el
consenso) que el contenido (el articulado).
El
Estado autonómico, de "bicha" centralista a enemigo independentista
La
Carta Magna también ha recibido críticas, cada vez más habituales. Un frente
muy castigado es la ordenación territorial. El Estado autonómico siempre fue la
bicha para la derecha centralista, pero de unos años a esta parte también se ha
convertido en el enemigo cotidiano de los independentistas.
Además,
sectores de la izquierda, nacionalistas o no (porque ya saben ustedes que se
puede ser de izquierdas y nacionalista, e incluso hay quien quiere que sea
obligatorio), han enfatizado la idea de que la palabra "constitución" es otro
nombre de "claudicación", porque al pactar la Transición se impidió hacer del
mito antifranquista la referencia de una nueva identidad nacional. Razonan que
la dictadura contribuyó a desacreditar no sólo el nacionalismo español, sino la
idea misma de España. Que un país incapaz de repudiar explícitamente un pasado
dictatorial no puede tejer un nuevo imaginario de nación.
Es
cierto que los países se unen más cuando llegan a una visión compartida de su
pasado, pero reconozcamos que hay países con pasados difíciles de compartir y
que hay pasados que tardan mucho en pasar.
Hubo
renuncias, sí, pero es que fueron esas renuncias las que allanaron el camino.
Transición también viene en este caso de "transigir". No es fácil tener dos
memorias y una sola identidad, pero la España de la Constitución fue un
prodigio de ingeniería semántica y consenso político que reinventó la identidad
española en cívica, democrática y constitucional.
Federalismo
como respuesta al desafío independentista
Con
todos estos prólogos, los socialistas planteamos hoy la reforma de la
Constitución. Lo promovemos para dar mayor rango a varios derechos. Pero no nos
confundamos: el motor básico es la respuesta a la tensión territorial y, en
concreto, al proyecto independentista que impulsa el gobierno catalán.
El
planteamiento del PSOE, acordado en Granada, se resume en la definición de
España como un Estado federal. Jamás he sido un entusiasta de ese adjetivo, ni
está en la tradición histórica del socialismo español ni mucho menos lo concibo
como una palabra mágica, una especie de ábrete sésamo capaz de vencer cualquier
dificultad. Añado que tal vez hayamos aceptado como necesidad lo que no vemos como
virtud.
No
salgo del armario federal, si defiendo racionalmente esa causa es porque
entiendo que sirve para reconocer constitucionalmente la España de hoy. Porque
España se ha ido federalizando de forma progresiva sin que haya sido reconocido
constitucionalmente el hecho federal. La necesidad de delimitar las
competencias exclusivas del Estado y de acabar con la permanente tensión
competencial, o el archiconocido argumento de convertir al Senado en Cámara
territorial, son dos entre las reformas que se enuncian y sobre las que no me
extiendo porque agotaría el tiempo de la conferencia.
Sí
menciono dos de las grandes objeciones que se plantean:
a.
Una sostiene que detrás de esta propuesta late pura ingenuidad. Si el Estado
autonómico fue incapaz de satisfacer los apetitos nacionalistas, ahora -y
especialmente cuando el independentismo ya se ha desatado rotundamente, sin
ambigüedades- el modelo federal tampoco será suficiente para quienes defienden
la secesión. Equivaldría, pues, a perder el tiempo. No es un argumento
exclusivo de los centralistas. El independentismo catalán también lo esgrime
cuando cita la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el estatuto como el
finesterre de la confianza en una salida pactada.
b.
Otra avanza que será imposible reeditar el consenso de 1978. Se aduce que los
nacionalistas no tienen vocación de acuerdo y que también es improbable la suma
de fuerzas distintas al Partido Popular y al PSOE. Y es verdad que ninguna
reforma constitucional será posible sin el acuerdo PSOE-PP, ninguna sería
tampoco deseable sin la implicación de los partidos nacionalistas.
Ambos
reparos concluyen en el mismo punto: mejor no tocar nada, no vaya a ser que nos
caiga la reforma encima.
Discrepo.
El mayor peligro no está en abordar los cambios, sino en fosilizar la
Constitución. Petrificada, quedará tan roqueña como quebradiza. El texto de
1978 no podía prever cuál sería el desarrollo de la Unión Europea ni tampoco la
evolución del Estado autonómico. Ha quedado desfasado en ambas cuestiones y
sería bueno acomodarlo. A resultas de ambos procesos España es hoy un Estado
con una articulación territorial y una esfera de soberanía muy distintas a las
de 1978, y ambos asuntos son cruciales en cualquier texto constitucional.
"Existen
razones mayores para reformar la Carta Magna"
Por
lo tanto, existen razones mayores para reformar la Carta Magna. Si no se encara
es, entre otras causas, porque también hoy manda un cierto vértigo ante los
cambios. Cada tiempo tiene sus miedos, y entre los de hoy está el miedo al
cambio constitucional. Sin duda el miedo es un excelente agente paralizador,
pero las grandes fuerzas políticas estamos obligadas a vencerlo para tomar la
iniciativa frente a situaciones extraordinarias.
Si
no nos empeñamos en cerrar los ojos, veremos que hoy estamos, precisamente, en
una de esas coyunturas. Por mucho que se jalee el fin del bipartidismo
-sospecho que acabará siendo más una expresión de un deseo que una realidad-,
es absurdo obviar la hegemonía de los dos partidos. Y sin minusvalorar en modo
alguno a quienes consensuaron la Constitución, me resisto a asumir que ahora no
haya disposición ni entendederas para forjar grandes acuerdos en España. Si eso
fuese cierto y lo aceptásemos como una realidad irreversible, deberíamos
olvidarnos también de cualquier gran proyecto colectivo que fuese más allá del
gobierno cotidiano de las cosas y la conllevanza de nuestros problemas. Dándole
la vuelta a la frase de Maura, gobernar equivaldría a dejar pasar las hojas del
calendario.
Ésa
sí sería una claudicación histórica. El reconocimiento paladino de la resignación.
No
me sumo a esa renuncia.
Al
contrario, propongo que rompamos el miedo y defendamos el cambio constitucional
en la dirección federal por las grandes razones anteriores.
También
porque con la federalización podemos profundizar en una idea ni exclusivista ni
trascendente de nación. Como ocurre en otros lugares, la nación y la identidad
españolas están en constante evolución. Si abrimos un proceso de desarrollo
federal pensado para conciliar identidades distintas y superpuestas -un proceso
si se quiere, obligado, para acomodar mejor lo diverso en lo único-,
aprovechémoslo para que la estructura institucional resultante responda menos a
una comunidad idealizada que a una nación de ciudadanos con un consenso cívico
sobre el ejercicio legítimo del poder.
Porque
lo malo no es el nacionalismo; lo malo es el tipo de nación que los
nacionalistas quieren construir. La batalla entre los que creen que una nación
debería ser el hogar de todos sin distinción de tradición, lengua o cultura y
los que quieren una nación de gente como ellos, igual que ellos o parecida a
ellos, es la misma que existe entre la nación cívica y la nación romántica.
Saquemos partido a la ocasión, para avanzar en ciudadanía, porque la ciudadanía
no admite grados, no somos más o menos españoles o catalanes porque compartamos
ciertas pautas o valores culturales.
La
consideración de una idea de ciudadanía desvinculada de la identidad
Aprovechémoslo,
repito, porque la pertenencia a un país, a un espacio público compartido y a
una colectividad civil, no es genética, ni antropológica, sino jurídica. No
está en la tierra ni en la sangre, sino en la declaración de impuestos, en la
cartilla sanitaria, en la lealtad a las instituciones o en la caja única de la
Seguridad Social.
La
propuesta federal del PSOE es la de un partido que considera la idea de
ciudadanía, desvinculada de la identidad, como eje básico de su acción
política. Es también una propuesta y una actitud constructiva, y la posición
del Partido Socialista de Cataluña lo es aún más, por dos razones:
La
primera, porque no es fácil la confrontación en el plano identitario con
partidos que gozan de la sobrelegitimación que les otorga presentarse siempre
como defensores, no de sus posiciones (respetables pero discutibles), sino de
sus territorios. Representantes, no de la sociedad catalana, sino del "ser"
catalán.
La
segunda, porque al fijar su criterio desmiente el sentido inclusivo y
transversal que se pretendía dar a la consulta.
Y,
ya que salió la palabra de esta temporada, sobre la consulta misma y las dudas
que en algunos genera su aparente radicalidad democrática, conviene dejar claro
que lo único que no podemos hacer es dejar de ser lo que somos: un Estado
constitucional y democrático que aplica el Derecho y se sirve exclusivamente de
él para organizarse.
Sé
que éste es un discurso áspero, sin efervescencia juvenil, que ni arenga ni
enardece ni permite hacer la ola en los campos de fútbol. Sé también que la
Constitución no es un muro para los sentimientos, que las banderas, los himnos
y las fanfarrias saltan sobre los títulos y los artículos. Entiendo de sobra que
esa parte visceral que se ha incrustado en el corazón independentista no se
puede contentar con una apelación al articulado constitucional. Pero lo que no
se puede aceptar en modo alguno es que se presente como más democrática la
subversión de las reglas que las reglas mismas, que es mejor democracia la que
se construye a propósito para cimentar el independentismo, que la democracia
existente que nos hemos otorgado la inmensa mayoría de los ciudadanos
españoles.
Aceptar
eso también es claudicar racional e ideológicamente. Y si me sorprende en
algunos nacionalistas, me inquieta más que una izquierda con presencia en toda
España haga semejante ejercicio de rendición. Créanme que la claudicación de
Izquierda Unida al independentismo, el camino inverso que parece seguir, el que
va de la ciudadanía a la tribu, del progreso al regreso de la clase explotada,
a la nación oprimida, me sorprende más y me preocupa muchísimo más que su
cohabitación política con la derecha extremeña.
Desde
Asturias, una comunidad con serios problemas, me niego a ser cómplice de esa
rendición. Como ustedes sabrán, mañana [20 de diciembre de 2013] se votarán las
enmiendas a la totalidad al proyecto de presupuestos del Principado para 2014.
Es muy probable que sea rechazado, pese a todas las llamadas a la responsabilidad
y la seria disposición al diálogo y al consenso expresadas por mi gobierno. Es
una decisión parlamentaria que tendrá consecuencias reales sobre la vida de los
asturianos, que impedirá exprimir los recursos disponibles para luchar contra
el paro y la recesión. Estamos en un tiempo de urgencias, en el que renunciar a
un solo euro de los fondos públicos es una frivolidad. Comprenderán que me
sorprenda comprobar que, al mismo tiempo, en Cataluña se pueden forjar grandes
alianzas supraideológicas para alimentar el mito nacional.
"No
son los símbolos, los himnos ni las banderas lo que nos vincula"
Perdón
por la digresión asturiana. Verán, yo digo a menudo que no son los símbolos,
los himnos ni las banderas lo que nos vincula, sino la caja única de la
Seguridad Social, tan prosaica ella y tan imprescindible. Pero también a menudo
me pregunto si se puede sentir una verdadera emoción hacia un aparato
institucional. Está claro que los nacionalistas no pueden: el sentimiento lo
dejan para la nación entendida como comunidad imaginada, idealizada y poco
menos que eterna... Si no eterna, milenaria al menos.
Y
es que el nacionalismo tiene una liturgia muy asentada. Algunos se asombraron
al conocer la organización de un simposio sobre la tricentenaria agresión de
España a Cataluña. Deberían saber que interpretar mal la propia historia forma
parte de ser una nación. Porque en un proceso de construcción nacional lo
decisivo no es cómo el pasado se impone al presente, sino cómo el presente
manipula al pasado. No basta con volcar una cultura sobre lo público, también
hay que utilizar un pebetero legendario que inciense más la estructura mítica
que la investigación científica, aunque para ello haya que retorcerle el brazo
a la historia.
El
simposio es la constatación de que el nacionalismo del que hablamos es una
ideología que construye un estereotipo sobre el otro, que sólo es entendible
desde la fantasía con la que se concibe a sí mismo. Lo que se pretendía era,
llanamente, constatar una especie de verdad histórica previa. A estas alturas
regresamos al pasado como quien recurre a un diccionario de citas en busca de
un argumento de autoridad para que un relato concreto del ayer justifique lo
que sobre nuestro mañana vayamos a decidir hoy. Supongo que las charlas
correspondientes acabaron con la locución con la que se apostillaban las
demostraciones matemáticas: quod erat demonstrandum, como se pretendía
demostrar, porque eran, en efecto, alegatos de parte.
El
retorno al 'España como problema': la financiación autonómica
A
veces, para acelerar la construcción nacional conviene recuperar la vieja idea
de España como problema y emparentarla con realidades económicas desagradables,
porque en tiempos de penuria, ondear un proyecto nacional puede proporcionar
ese sentimiento emocional que la vida real está negando. Pero créanme que
resulta sorprendente comprobar cómo desde imaginarios bien distintos de la
nación, se pueden tener las mismas ideas sobre el sistema de financiación, de
financiación autonómica quiero decir. Y es que, de vuelta a cosas más
tangibles, sostengo que la reforma constitucional puede servir también para
fijar cuáles deben ser las reglas básicas del sistema.
Ya
habrán escuchado a otros presidentes hablar de esta cuestión. Lamento discrepar
de quienes urgen la revisión, pero no tengo reparo alguno en chocar
frontalmente con los que construyen sus reclamaciones sobre la base de su
capacidad fiscal. Si el sistema de financiación, del cual dependen los recursos
del órgano gestor de la autonomía, se vinculan a la potencia tributaria de un
territorio, hablar de igualdad en la prestación de los servicios públicos en
España sería un sarcasmo. Lo serio es acotar ese terreno donde se juega de
verdad el bienestar de los ciudadanos, y para ello es necesario fijar también
límites a la descarnada subasta tributaria que practica hoy alguna comunidad.
El
centralismo 'localizador' de Madrid
Y
ya que estamos aquí, donde se cruzan todos los caminos, pongamos que hablo de
Madrid. Los datos de Hacienda relativos al ejercicio fiscal de 2011 muestran
que 5.612 contribuyentes declararon más de 600.000 euros. De ellos, el 49% son
sujetos pasivos residentes en la Comunidad de Madrid, cuando sólo el 16% de los
contribuyentes totales tienen allí ubicada su residencia fiscal. Madrid, con la
tarifa autonómica con menos tramos y el marginal más bajo de España, que no
aplica el impuesto de Patrimonio y ha eliminado el de sucesiones entre
familiares de primer grado, se propone a sí misma como refugio para las rentas
altas, promoviendo una competencia fiscal que amenaza con deslocalizaciones e
induce cambios de residencia reales o imaginarios.
Nadie
duda de los méritos propios de los habitantes de la comunidad de Madrid para conseguir
su actual pujanza económica. Pero sería absurdo negar que Madrid, capital
política y administrativa desde hace casi cinco siglos, es hoy también la
capital económica y financiera, y que esa centralidad no es ajena a que en ella
se concentren las sedes sociales de 1.500 de entre las 5.000 principales
empresas y que, incluso muchos de las que no la tienen, ubiquen aquí su sede
operativa.
Los
beneficios fiscales vinculados a la capitalidad y las ventajas logísticas
derivadas de la concepción radial de España son datos objetivos que ni deberían
generar controversia alguna ni entenderse como algo anormal. Ni siquiera la
centralidad administrativa y funcionarial de la capital es algo insólito.
Lo
controvertido y lo anormal es promover la competencia tributaria a la vez que
se reclama una financiación acorde con la capacidad fiscal aprovechando las
ventajas que aporta la capitalidad. No comulgo con el victimismo. Para
nosotros, ni el Estado es un opresor externo, ni las otras comunidades
autónomas son rivales en la pugna por los recursos y la hegemonía cultural. Ni
siquiera soy comprensivo con el que se practica en mi tierra por quienes
confunden gestionar con reivindicar. Me quejo, sí, de una dotación muy
insuficiente en los presupuestos generales del Estado para 2014, pero eso no me
lleva a esos destinos tan frecuentados del "Madrid nos roba". Ahora bien,
tampoco acepto la idea del Madrid despojado que a falta de mejores hechuras
políticas ahora se pregona. Pero no por una cuestión de equilibrios, sino porque
es rotundamente falso.
Federalismo
y equilibrio territorial: ¿Madrid, distrito federal?
En
la declaración de Granada, que antes cité, el PSOE apuesta por un Estado
federal en el que se mantengan las actuales comunidades. Ninguna bandera
autonómica tiene que ser arriada, salvo, entiendo, si Madrid reivindica su
potencia económica y fiscal para impulsar la ruptura del equilibrio
territorial. Entonces tendría todo el sentido que para cumplir con sus
obligaciones y su cuota de solidaridad con el resto del país, en sintonía con
su renta, sus ventajas competitivas y su centralidad (porque es incuestionable
que la capitalidad genera condiciones políticas, sociales y económicas de
carácter especial), adoptase la figura de distrito federal, que presenta
fórmulas y matices distintos según qué país, pero que se adapta plenamente a
una estructura federal.
El
planteamiento sólo tiene ese sentido, y únicamente lo defendería si se diese
esa situación, por más que no estuviera mal visto por los nacionalistas
catalanes, en cuyo imaginario hace tiempo que Castilla ha sido suplantada por
Madrid.
Lo
anterior debe servirnos para reflexionar sobre la idea de España que subyace en
cada imaginario de nación. Porque el sistema de financiación que se propone
desde Madrid, unido a la competencia fiscal que se practica por esta comunidad,
no haría sino desequilibrar aún más un país ya muy desequilibrado
territorialmente, en el que la renta de la comunidad autónoma más dinámica
prácticamente dobla la de la más pobre. Pues eso mismo lo propone un presidente
que es el heredero político de Esperanza Aguirre, para la cual España ya era
España antes de que hubiera españoles. Lo que demuestra que la nación es una
comunidad imaginada que no todos imaginamos igual, así que hay quien le da
mucha importancia a su concepción espiritual y muy poca a su construcción
material.
"La
emergencia de dos comunidades en Cataluña"
Quiero
señalar, sin embargo, que la emergencia de dos comunidades en Cataluña,
diferenciadas por su vinculación sentimental con España y la fractura política,
cultural y emocional que eso supone, me parece mucho más peligrosa que las
diferencias económicas y de financiación.
Me
referí también a la conveniencia de acomodar el texto constitucional a la
evolución de la Unión Europea. Muchas cosas no se perciben cuando suceden,
necesitamos que transcurra un tiempo de reposo. Desde 1978 hasta hoy, con los
parones y contratiempos que se quiera, los españoles hemos participado en dos
intensas evoluciones territoriales simultáneas: la federalización de nuestro
país y la integración europea, con sus efectos sobre la dimensión soberana de
cada Estado miembro.
Lo
paradójico es que ni nuestra pertenencia a la UE ni nuestro actual grado de
descentralización fueron contemplados en la Constitución. Ambos procesos están
desconstitucionalizados.
Debemos
admitir que las reivindicaciones nacionalistas no son siempre y en todo lugar
una fantasía política, y que aunque las identidades que se defienden son, por
lo normal, una mezcla discutible de tradiciones inventadas y paranoias
recientes, la amenaza que se cierne sobre ellas puede ser real. Pero en
Cataluña no.
Por
eso no deja de ser sorprendente que en esta transformación histórica que
difumina por una doble vía -la descentralización interna y la unión europea- la
antaño consistente soberanía del estado-nación, los independentistas se empeñen
en nadar contra corriente y busquen, no el reconocimiento de una realidad
identitaria sobre lo cual poco habría que debatir, sino la construcción de un
estado arquetípico. Precisamente cuando la Unión Europea, de la que todos se
proclaman entusiastas, se basa en superar esa regla, que jamás ha sido, que
atribuye a cada nación una estructura estatal como marco supremo.
Ésa
es otra realidad que debería afrontar la reforma. Aunque también es cierto que
no es preciso ese cambio para que el Gobierno español asuma que debe
convertirse en un catalizador de la integración europea. Después de años
sometidos a una disciplina luterana de austeridad forzosa, los españoles
sabemos bien que nada de lo que ocurre en Europa nos es ajeno. Ni siquiera la
implantación de un salario mínimo de ocho euros y medio por cada hora de
trabajo en Alemania -una de las condiciones planteadas por los socialdemócratas
para acordar con la CDU- nos es extraña, por las repercusiones que puede
conllevar sobre la demanda interna en la que debería ser hoy gran locomotora
europea. Quiero decir que la realidad está interrelacionada de tal modo que no
cabe la indefinición. El avance decidido en la construcción europea sigue
siendo un buen rumbo para España.
Europa
avanza "construyendo con dolor su estructura federal"
Europa,
que inventó todas las formas institucionales que hoy tienen validez universal,
está intentando inventarse a sí misma, pero por ahora sólo es una unión de
solidaridad limitada que avanza construyendo con dolor su estructura federal.
Una
Europa que pide, más que sugiere, que bajen los sueldos, disminuyan las
pensiones o se reduzca el gasto social. Capaz de exigirte que reformes tu
Constitución en quince días, pero incapaz de impedir la reducción del impuesto
de Sociedades en Irlanda porque agrede al honor nacional.
Esa
Europa, esa manera de construirla, entiendo que tiene que ver con el paso de
Alemania de potencia económica a potencia política.
En
el marco europeo, el patriotismo constitucional es algo más que una esperanza
infundada, pero las condiciones para superar el nacionalismo aún no se dan,
porque el proyecto europeo se asienta en una identidad trasnacional basada en
valores cívicos y universales, pero la tensión entre el ciudadano y el
patriota, entre la nación cívica y la étnica, siguen ahí.
En
los años más oscuros de Europa hubo conciencias patrióticas (Thomas Mann era
uno de ellos) a los que les repugnaba escoger entre ser un buen ciudadano o un
buen alemán.
Alemania
está descubriendo ahora que una identidad nacional construida sobre la culpa y
la necesidad de reparación no puede evitar esa tensión, porque allí la nación
es más poderosa que el Estado, y emerge y se reconoce en el euronacionalismo
alemán.
Recordarán
la frase, cáustica como el aguarrás, que se le atribuyó a Kissinger décadas
atrás: "¿A qué teléfono llamo si quiero hablar con Europa?". Hoy la respuesta a
esa pregunta es pública: "Europa tiene teléfono, está en Berlín, es el de
Ángela Merkel y lo tiene intervenido la NSA". No nos quejemos: en algo hemos
avanzado; al menos ya hay línea. Ahora se trata de que quien responda sea la
voz unida de Europa y no la voz poderosa, pero discordante, de uno de sus
líderes. Al fin y al cabo, Ulrich Beck nos dice (y yo le creo) que si la
juzgamos por el rasero de su historia, ésta es la mejor Alemania que hemos
tenido nunca.
También
creo que si la juzgamos por el rasero de la nuestra, ésta es la España más de
todos los españoles, la mejor España que hayamos tenido jamás.
[*] Javier Fernández
es presidente del Principado de Asturias (conferencia pronunciada en Madrid el 10.12.2013 y reproducida con autorización expresa del autor)