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Magdalena y la jueza de corazones

Magdalena y la jueza de corazones

lunes 17 de marzo de 2014, 12:25h
Hace unas semanas dediqué una columna a discutir la idea de que, en una democracia, el pueblo, o más exactamente, la mayoría, tenga automáticamente la razón. En buena lógica lo que tiene la mayoría es el poder. La razón puede tenerla la minoría y seguirá siendo una democracia. Lo bueno de las convenciones es que nos ahorran el esfuerzo de pensar, claro que también es lo malo.

Un día se me ocurrió defender a un diputado del PP de una agresión, afortunadamente simbólica, de un ciudadano mediático. No compartía la posición del diputado del PP, pero no podía permanecer indiferente al ataque, injusto y falto de respeto, que le había hecho aquel ciudadano. Me encontré que una persona me reprochó públicamente que, siendo diputado, me hubiera atrevido a criticar a un ciudadano de a pie. Extraña convención, pensé, que permite que un ciudadano insulte a una persona que ha sido votada libremente por miles de personas, y que otra no pueda reprochar educadamente al agresor sus malos modos, por la única razón de haber sido también votada por miles de personas.

Lo mismo ocurre con las actuaciones judiciales. Resulta que se ha establecido la convención de que no se pueden criticar. No ya las sentencias, sino cualquier actuación de un juez. No es el caso de las acciones del gobierno o las leyes del Parlamento, da igual si han sido aprobadas por un voto de diferencia o por amplio consenso; se entiende que debemos acatarlas, pero se entiende también que pueden ser criticadas legítimamente, por muy democrático que sea su origen.

Es verdad que, en apoyo a esa convención, hay algunas razones doctrinales para proteger a la justicia de la crítica democrática, pero ese privilegio debería hacerla más vigilante de su propio poder. Especialmente cuando las decisiones judiciales afectan a poderes democráticos. Es más, en buena lógica democrática, las cosas deberían ser más bien al contrario. Procesar a un representante de los ciudadanos tiene consecuencias no solo para su persona, sino para la colectividad. Conozco más de un caso en el que el Tribunal Supremo ha absuelto, con todos los pronunciamientos favorables, a representantes políticos que fueron condenados en instancias judiciales provinciales o autonómicas. Con sus sentencias, a veces con una imputación que no llegó a acusación, esas instancias no solo cambiaron dramáticamente las vidas de esas personas, sino que alteraron injustamente el destino democrático de las comunidades en las que tales personas ejercían su liderazgo. ¿Prevaricaron esos jueces?

Está demostrado científicamente que al igual que los profesores calificamos los exámenes de forma diferente antes y después de comer, también las comidas, pero no solo las comidas, influyen en las sentencias de los jueces. El Consejo General del Poder Judicial debería estar atento a los hábitos alimenticios, pero no solo alimenticios, de algunos jueces que, como la reina de corazones de Alicia en el País de las Maravillas, sentencian, no ya antes de haber comido, sino antes de haber juzgado.
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