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'Lágrimas de cocodrilo': Los duelos

'Lágrimas de cocodrilo': Los duelos

viernes 20 de junio de 2014, 14:02h

Leo de un tirón Diez veces siete, el libro de Maruja Torres. De un tirón, porque es un libro de despedidas, como todas las autobiografías. Y porque tengo, les confesaré, el corazón en un puño.

Lo acaba de publicar Planeta, y lleva como subtítulo -mejor, como sumario, que se dice en prensa- Una chica de barrio nunca se rinde. Diez veces siete son, dice Maruja Torres, las veces que se ha tenido que reinventar, más o menos cada siete años, desde una tenaz voluntad de contar. Es un libro sobre el periodismo, sobre la periodista, sobre la libertad, sobre la vida, en fin. Me he identificado con ella, con lo que hemos compartido -el diario El País, que imprime carácter, y que nos ha dado gustos y disgustos bastante paralelos; algunos amigos comunes y perdidos: Terenci, sobre todo Terenci Moix, pero también otros, como Manu Leguineche- y con lo que nos diferencia, que a lo mejor no es más que una cosa: la madre. Con la suya hace Maruja Torres el gran ajuste de cuentas. Con la mía estoy, justo ahora, empezando una despedida, un duelo que sé que no terminará nunca. Así que más que leer, lo que he hecho es dialogar con el libro, y por él, con el dolor. Que en mi caso es (todavía) algo físico, indescriptible.

Maruja arranca y termina su libro en el sofá del despacho del director de El País, el día en que intenta silenciarla y ella da el portazo. Que no era el primero: ella, como yo, ha sido una chica-guadiana en Miguel Yuste 40. Yo le he envidiado a Maruja Torres esos reportajes viajeros, por ejemplo, fíjate, aquella vez que se fue con los gitanos nómadas, vestida como una de ellas y compartiendo sus quehaceres. Su descripción de los pies de esas mujeres se me ha quedado grabada, porque me decía mucho de la mirada y la sensibilidad de la periodista, y de ese sufrimiento y ese trabajo de la pobreza. Esos pies deformes. Esos pies hablaban más fuerte que cualquier discurso.

Pero desde El País, Torres va y vuelve a su infancia, y a toda su vida profesional, y a toda la energía que ha tenido que desplegar para ser quien es. Canta al periodismo, esta profesión hermosa y ahora tan puteada, y siempre tan exclusivista, tan de ser el amor único de la vida de una. De ella. Tan de exigirlo todo, ser la única familia, ser el único mundo. Cuando leía a Maruja, esta noche de insomnio mañanero, he tenido la sensación de haber puesto los cuernos al periodismo. Porque no, yo confieso que mi verdadera vida discurre en otra parte, aunque no podría vivir sin escribir, sin leer, sin contar. Y que es verdad: hay veces que han sido incompatibles.

Y canta Maruja -porque es un canto lo suyo, un libro hermoso, tal vez el mejor escrito, el más bello de los suyos- los lugares que ama, que son más que lugares, que son como almas: Beirut. Beirut, pero también Cairo, y también Grecia, islas y Atenas. Y también una Barcelona más marítima de lo común. Ese Mediterráneo fundamental y fundacional. Yo creo que el Mediterráneo también imprime carácter, y Maruja lo lleva impreso. Y por fin, canta también el paso del tiempo. El paso de la edad. Ay.

No es un libro triste -aunque tal vez lo sea: con Maruja, la risa, la sonrisa y el sarcasmo están asegurados. Y cuenta muchas y sabrosas historias. Lo que es triste es la vida, en este momento rabioso de despedidas, en el que todo lo que hemos hecho parece terminarse. Como en un cambio de ciclo, el ERE de El País -a mí, esta vez, no me echaron: simplemente dejé de mandar artículos, porque es que ya no me apetecía, ya no me sentía yo en mi periódico- fue un toque de clarín, entre lo funeral y lo premonitorio. Se acabó El País. Como se están acabando tantas cosas.

El domingo pasado, unos pocos amigos, ocho en total, despedíamos en el Cementerio Civil de Madrid a un gran poeta, un grandísimo poeta: Manuel Alvarez Ortega. Era Manuel un personaje singular, al que veo paseando juntos por Londres, hace ya tantos años; conduciendo su viejísimo Mercedes, traído de Marruecos, por la calle Princesa, o en su mesa disidente del Café Gijón. Discutiendo de poesía: se calentaba hasta la furia, con un gusto espléndido y ferozmente crítico que dejó de afilada herencia a algunos. Cosmopolita en lo literario -había traducido al castellano la gran poesía francesa de la modernidad, de los simbolistas a los surrealistas- iba y venía su corazón a la Córdoba natal. Hay una fundación en marcha que era su último proyecto, en la que una palabra tienen las autoridades cordobesas, y otra sus albaceas, su mujer, Marga, y sus editores Juan y Encarna Pastor, que hacen la colección Devenir. En fin. Tenía 91 años, pero todos los hombres, y todas las mujeres, mueren jóvenes. Y dejan un desgarro.

Maruja Torres lo sabe muy bien, esto de los desgarrones. Y yo, lamentablemente, también.

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