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El adalid o el ardor

El adalid o el ardor

domingo 03 de agosto de 2014, 12:01h
Vamos de lecturas de verano, sí, pero no por ahora de Nabokov aunque hayamos jugado al engaño parafraseando ese título. Del mismo modo podemos suponer que yo, aprovechando los calores del verano, le pregono a usted las virtudes energéticas de un refrigerador hídrico-ecológico en material orgánico. Se lo presento como un novedoso intercambiador térmico, el ejemplo más logrado de una fresca tecnología low-cost de bajo impacto medio ambiental. Y cuanto ya tengo de usted lo que quiero, sea su voto o su dinero, le doy a cambio un botijo.   

Los mercachifles tienen la habilidad de presentarse siempre como gentes novedosas, portadoras de un producto joven, fruto de una idea pimpolluda nunca antes concebida por los viejos y caducos ejemplos de un pasado que hay que purificar en el fuego redentor de cualquier revolución.

Reconozco mi simpatía inicial con los vendedores de aceite de serpiente y crecepelos milagrosos, esos personajes muñidores de purgas de Benito a quienes en México se llama "merolicos"; quincalleros y mañosos chalanes bien surtidos de labia y verborrea para pregonar su elixir o ungüento milagroso. Baratones. Pero ese primer guiño se torna en creciente animadversión cuanta más gente resulta estafada en sus esperanzas. O aun peor si el charlatán empieza a creerse su propia verborrea, se deja deslumbrar por su visión y comienza a tomarse en serio a sí mismo, apañando milagros y prendiendo incendios en nombre de cualquier fe.

Releo estos días de verano el libro de Manuel Ríos "Savonarola, una tragedia del Renacimiento" sobre el dominico revolucionario azote de Medicis y otros ricos de la Florencia del Quattrocento. La juventud suele carecer del hervor escarmentado de los grandes desencantos y el reseco fraile florentino, con 27 años pletóricos de santa indignación empezó a predicar a fustazos contra la corrupción y los vicios de las instituciones de su tiempo. A los 35 Girolamo Savonarola, con su retórica inmisericorde, se había proclamado "predicador de los desesperados", y su verbo encendido fustigaba a las masas prendiendo voraces hogueras de las vanidades en la Piazza de la Signoria donde se quemaban al Mundo, el Demonio y la Carne. Nihil sub sole novum. Otras plazas han visto también arder la sagrada indignación, agigantando con su resplandor las sombras de otros redentoristas adalides del ardor.   

Savonarola escribió un tratado político sobre la república y consiguió echar de Florencia a la casta de los Medici para proclamar la República Democrática de Florencia, cuyas calles recorría su implacable policía del pensamiento decomisando las pompas y oropeles de los ricos; las piras expiatorias se coronaban con una efigie del rey pecador, Carnestolendas, y allí se convertía en humo y cenizas las páginas de Petrarca, y los párrafos más voluptuosos de Boccaccio abrazados entre las llamas a la sensualidad de las mejores escenas mitológicas de Botticelli que nunca conoceremos. El fervor zelote del dominico, convencido en el adanismo de su juventud de manejar todas las respuestas, abrasaba obras maestras de Ghirlandaio condenadas por su temática profana, muy del gusto del corrupto patriciado florentino, reduciendo las filigranas más preciosas del Quattrocento a ennegrecidos adoquines empedrando los círculos del infierno de las buenas intenciones.

A cambio de esas llamas Savonarola, perdido el oremus y empeñado en redimirnos de cadenas amén de los pecados, prometía al pueblo paraísos aquí y en el más allá desde el púlpito de las iglesias, al igual que ahora otros relapsos empeñados también en redimir nuestra imperfecta naturaleza humana los prometen más acá; edenes libres de pecado y corrupción, aunque ante el fuego prendido para acrisolar tanta redención cósmica los Savonarolas, debajo del hábito, sólo escondan un botijo baratón incapaz de apagar tanta lumbrarada fanática.

Oscar Wilde estudió bien la figura de Savonarola a través de las páginas de John Addington Symonds. Tal vez el ingenio irlandés se sintiera inspirado por el joven asceta y pirómano dominico para decir, ya escarmentado por la vida, esa humorada tan sabia de "no soy lo bastante joven como para creer que lo sé todo".
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