En cada país del
mundo existen una serie de normas y costumbres que sirven para identificar a
sus ciudadanos respecto de sus vecinos e incluso de otros dentro del mismo
continente. De igual forma sucede entre los nativos del mismo país, según en la
parte donde residan; así sabemos, que un escoces no es lo mismo que un inglés,
que un texano es distinto a un neoyorquino, y así sucesivamente. En el caso de
España no íbamos a ser menos, máxime cuando partimos de tantas y tan diferentes
razas y pueblos que nos han habitado por siglos. No es lo mismo un vasco que un
andaluz, ni un gallego que un catalán, pero en lo que si estamos todos de
acuerdo, al menos la gente que conozco, es en que todos formamos una asombrosa
mezcla que nos hace idénticos a la hora de amar lo que nos es propio o ajeno,
según se mire; esto es España.
Tenemos la buena
costumbre de mirar de puertas adentro cuando estamos en casa. Uno se puede
sentir más vasco o más manchego que nadie, pero de puertas afuera y según pinten
los intereses de cada uno, se nos parte el pecho por lo español, aunque nos
revienten los topicazos. Ya sea en deportes, investigación, ejército o
cualquier otra forma de reivindicar lo español, se nos ponen los pelos como
escarpias cuando estamos fuera del terruño y los demás hablan de lo
nuestro con admiración y renegamos como San Pedro, cuando nos tachan de
corruptos y buscavidas.
Los españoles, en
general, tenemos un problema añadido que no tienen el resto de los países de
nuestro entorno, al menos, no tan desproporcionadamente, ni con tanta
relevancia, y que puede que sea fruto de nuestro pasado más ancestral. Me
refiero al gusto o afición por los dineros ajenos, sobretodo por los que
pertenecen a la hacienda pública. Si nos remontamos en el tiempo, veremos que
los casos de corrupción no son un fenómeno nuevo, sobretodo los que se dan en
la clase política, la corrupción en España forma parte de la vida misma, de las
raíces, del tópico y del típico, ha existido desde que las hemerotecas abrieron
sus páginas, y mucho antes, en cantares y coplillas de ciego.
Mientras que en
países como Estados Unidos, pagar impuestos le hace a uno más patriota, en
España se ve como signo de estupidez, como si fuera algo que no nos repercute a
todos, y vemos al que paga como más tonto que el que defrauda. Esa es al menos
la impresión que le queda a uno cuando lee por activa y por pasiva todo lo que
se ha escrito estos días sobre el molt honorable president.
Ahora resulta que
todo el mundo estaba al tanto de las corruptelas del honorable de las narices,
y que nadie hizo nada -de los que tenían que hacer- por frenar tanta corrupción
consentida y amparada, a cuenta de que mantuviera las aspiraciones soberanistas
de cataluña en frío. Nos enteramos que ya en los años ochenta se le consintió
el enriquecimiento ilícito, y el traslado de dineros a Suiza, porque era lo que
se estilaba en aquella época entre los patriotas, desde el primero hasta
el último de los padres de la Patria. Una patria que estrenaba democracia a
golpe de talonario y maletines negros, como el dinero que contenían, como ya se
encargó un día el cine de denunciar, pero que en nuestro fuero interno nos
dejaba con el sabor agridulce de no poder hacer lo mismo, según la precaria situación
de cada uno.
Así es como se
sirve la política en España, y lo que nos hace diferentes al resto del mundo;
desde los bandoleros a los políticos, desde los sindicatos a los patrones. Es
como si en España hubiera un relevo generacional de corruptos. Al honorable le
heredaran sus hijos, sus nietos, y un día, alguno de ellos, volverá a estar en
política o donde se puedan afanar los dineros ajenos, como ya lo están haciendo
los familiares y amigos de los que nos gobernaron antes. Pero ese es otro
cuento que les contaré algún día, porque hoy no toca hablar de Pujol.
Ismael Álvarez de Toledo
Escritor y periodista
http://www.ismaelalvarezdetoledo.com