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Los trenes de la distancia

Los trenes de la distancia

domingo 23 de noviembre de 2014, 12:20h
No sé, quizá me entristece la voz de la distancia por un poema de Eladio Cabañero que apenas recuerdo. Lo leí hace mucho tiempo en un libro de papel amarillo. Es un poema que habla de un tren que cruza una tierra baldía, y de un agricultor que mira el horizonte viendo pasar el tren y piensa en que si las gentes están lejos unos de otros mal se conocen y se aman. Y también Machado, con su poesía de trenes lentos y oscuros, trasportando recuerdos del sur lleno felices días azules. El poeta sentado en un vagón de madera mirando a una monja joven a la que admira por su dedicación a los otros.

Y las tierras abruptas de Castilla, las piedras que se congelan cuando el frío, y después el sol que, mientras el tren sube hacia el noreste, las va despertando con un oxígeno verde y el vapor pegajoso del agua del mar. Leo un poema de Louise Glück que habla de islas perdidas, y el movimiento vertiginoso del tren me despierta un deseo de destruir esa distancia que decía el poeta manchego.

Mientras el tren avanza el paisaje envuelve mi cerebro. Veo los pueblos por sus alrededores. Corrales, desechos, taludes rotos. Están dormidos en una leve neblina que se levanta al atardecer. Es como si las nubes del día gris se hubiesen bajado a la tierra para crear nostalgia, o para que uno, lleno de sensible fraternidad, sienta que lo más lejano y lo más cercano pueden estar más unidos de lo que algunos desean.

Aspiro una selección de poemas de Joan Vinyoli, realizada por Carlos Marzal y Enric Sòria, y después de admirar la belleza del idioma catalán, su profunda poesía, no puedo pensar en que vaya a tierra extraña o lugar cerrado en el que tendré miradas adustas y abrazos fríos. Antes de ver a mis amigos catalanes pasearé, sin tiempo adjudicado, por el paseo de Gracia, Las Ramblas, el barrio Gótico, el puerto viejo, y llegaré a la playa de la Barceloneta, liberal, pequeña, adorando al inmenso hotel W que parece una gigantesca vela saludando la enigmática belleza del mar.

Ahora atrapo con mis raudos ojos la tierra de Castilla. Tiene un gris pespunteado con anémicas yerbas que muestran su histórica pobreza. Mientras el tren la surca y la devora pienso en la grandeza y tristeza de un imperio en el que, como decía Quevedo, el sol no abarcaba todas sus tierras ni la comida todas sus mesas. Un imperio que se ha quedado en ríos secos, caminos solitarios y pueblos escondidos. Me imagino a Machado mirando la tierra áspera y los yerbajos anémicos. Cuando llegue a Barcelona no quiero sentir que este tren recorre una distancia imposible. Cuando abrace al amigo catalán le entregaré un cofre con el hondo silencio de Castilla. Y le diré que nadie debe construir un muro que separe nuestro abrazo.
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