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Un lenguaje de Dios

Un lenguaje de Dios

sábado 03 de enero de 2015, 09:39h
Le había dicho a Clara Wieck que para mí las cinco mejores creaciones artísticas de la historia (salvando la arquitectura y las artes visuales) eran todo Shakespeare, el Quijote, los poemas de Homero, todo Mozart y la Novena de Beethoven. Así que, le dije, imagina lo que podré sentir si asisto en Berlín a la Novena. Desde España la había buscado por Internet pero me fue imposible. Compré entradas para un concierto de violines en la sala Kammermusiksaal (pequeña, octogonal, con una sonoridad perfecta), y por tanto el día anterior había escuchado un concierto con obras de Vivaldi, Mozart, Tchaikovsky y Edvard Grieg, cuya Canción de Solveig cerró el acto interpretada con tal belleza y pulcritud, que un sentimiento hondísimo de luz profunda, y placer ante la belleza, me había embargado.



Antes cerré los ojos para escuchar en la más atenta oscuridad el Largo del Invierno de Vivaldi, y viajé por una amplia avenida llena de árboles nevados, luces azules, sombras blancas, y cuando en esa misma oscuridad sentí el vibrante Allegro Moderato del Concierto para violín en re mayor Op. 35 de Tchaikovsky, sentí como algo dentro, quizá el alma, atrapaba un inmenso dolor humano y lo iba poco a poco diluyendo con su intensa armonía.


Para que el viaje a Berlín fuese perfecto solo necesitaba imbuirme en la Novena de Beethoven. Y se lo dije a Clara Wieck. Caminábamos por Alexanderplatz y la habitual penumbra de Berlín (quizá la inercia sombría de la noche negra de Hitler) estaba algo vencida por las luces navideñas, mucho más escuetas por supuesto que las de París o Barcelona, allí vive Angela Merkel, la reina de los recortes. Buscábamos una tienda de entradas que Clara conocía en la que se vendía de cualquier concierto que se realizase en Berlín. Hacía un infernal frío previo a la nieve, que llegó al día siguiente dulcificando la áspera cuchillada de la ventisca.



Aunque tenía las manos en los bolsillos las llevaba heladas, y los mofletes casi congelados, así que cuando entramos en una pequeña tienda, en la que había una turca frente al ordenador, mi cuerpo aceptó la tregua climática con alegría. Y mayor alegría fue ver en la pantalla el nombre Beethoven, al lado de la Novena, en Konzerthaus Berlin, por la Orquesta de Salzburgo dirigida por Iván Fischer.



Abracé a Clara y compramos las entradas. El día se me hizo muy largo hasta que el reloj marcó las 20 horas. Y cuando me vi entre el público alemán y comenzaron a sonar los instrumentos y las voces escuché dentro de mí al otro ser que lucha por desprenderse de la carne, por encontrar la voz de la divinidad. Esa voz la sentí adentro, y concebí como cierto lo que el mismo Beethoven dijo, que si Dios hablase lo haría con el lenguaje de la música.
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