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Un tipo afortunado

sábado 12 de marzo de 2016, 16:16h

Siempre me gusta regresar a unos pocos novelistas sin otra razón que el placer que me produjo la lectura de sus obras. No hay nada academicista en el regreso. Yo establezco una relación íntima con mis autores preferidos y suelo pasar el tiempo con ellos a través de sus obras completas. Me adentro en su vida y en su literatura durante una temporada. Después me queda un recuerdo sólido de lo que más me ha llenado. Y por supuesto la inercia de una felicidad que no se marcha, sino que se aloja persistente en mi vívido recuerdo. Además de Cervantes, Hemingway, Proust, Saramago, Luciano G. Egido y Foster Wallace son algunos de esos autores a los que siempre vuelvo. Del americano leí hace tiempo “Adiós a las armas” y caí rendido por su prosa. Me gusta como hace participar al lector en la historia. Lúcidas elipsis y descripciones sin apenas adjetivos abundan, lo cual, además de una intensa agudeza estilística, hace que te pongas delante de la historia y te sientas vagar por ella como un personaje más. Si añadimos el atractivo vitalismo que irradia Hemingway, y la compleja sencillez de sus personajes, y el papel central de lo español en muchas de sus sobras, el atractivo para uno de aquí es innegable. También encuentro mucha poesía. Sobre todo en esa trilogía final que escribe, como decía Cervantes en el Persiles, con “las ansias de la muerte”.

A Proust lo leí durante un verano. Juro que fue uno de los más gozosos de mi vida. Me tragué “En busca del tiempo perdido” publicada por Alianza, y por tanto con la traducción inicial de Pedro Salinas. Se nota después la ausencia del poeta. Sobre todo porque ya la interpretación es de un traductor, no de un poeta tan inmenso como Salinas, a quien injustamente olvida este país que no agasaja como debiera a sus grandes poetas. Recuerdo de aquel verano las persistentes sentadas en la buhardilla, leyendo y leyendo los trasiegos de Proust por París, sus descripciones de la ciudad, el ruido de fuente de las palabras cayendo por mi mente hasta producirme una felicidad incomparable. Lloré cuando lo terminé. Sabía que nunca más gozaría de ese deslumbramiento primerizo. Luego he gozado otra vez a Proust, pero nunca con tan entregada inocencia.

Luciano G. Egido es un novelista de lucidez maravillosa. Está algo olvidado. Leí “La fatiga del sol” y me fui derecho al resto de su obra. Qué prosa tan rica. La naturaleza danza entre las palabras. Y de Foster Wallace qué decir. Seguro que es uno de los grandes de la época, nieto de la Generación Perdida. “La broma infinita” es un libro océano el que te bañas y nadas por una majestuosa, ácida, irreverente literatura. Estos son los amigos con los que más me junto. Soy un tipo muy afortunado.

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