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Caraduras laborales

lunes 14 de marzo de 2016, 09:38h

Hoy por ti, mañana por mí, y la casa sin barrer. Eso pareció decirse ese empleado público que -según hemos conocido recientemente- pasó la friolera de seis años y pico sin dar un palo al agua, y sin que nadie se enterase de la tropelía hasta ahora. El caso lo ha destapado una sentencia judicial que condenaba al empleado -ya jubilado-, a devolver 30.000 euros al Ayuntamiento de Cádiz por salarios percibidos de forma indebida.

Parece que el condenado fue empleado público de la Diputación de Cádiz (personal laboral) hasta pasar al Ayuntamiento de la capital. Aprovechando una encomienda de gestión (que es como en el argot administrativo se llama a un encargo entre dos entes públicos), el Gobierno local, en manos del PP durante todo el periodo, destinó en 2004 a este teórico trabajador, “muy conflictivo” según sus excompañeros, a la estación depuradora de San Fernando.

Las instalaciones estaban en ese momento en construcción y su tarea era hacer un seguimiento de la obra, realizar inspecciones e informes periódicos de la misma y, una vez en marcha, hacer la supervisión de caudales y funcionamiento del servicio. Pero el trabajador debió pensar que era mucho más interesante practicar el mus, el dominó o la petanca, o actividad similar, y seguro que ni él mismo daba crédito a lo que estaba viendo y viviendo. Pero -ya se sabe, la carne es débil- a nadie le amarga un dulce, y siguió y siguió hasta jubilarse y todo.

No queremos ni imaginar cómo estaría la estación depuradora seis años después del encargo inicial, ni auditar los mecanismos de control de gestión del Ayuntamiento y la Diputación gaditanos, pero si suceden casos como este, no creo que hagan falta muchas más pruebas de que, al menos, lo uno y lo otro son manifiestamente mejorables.

Prevenir

Damos por sentada la absoluta imposibilidad de que algo así pueda suceder en empresa privada alguna, no ya española, sino de ninguna parte del mundo. Pero con antecedentes como este, si yo fuese responsable de un ayuntamiento, diputación, consejería o gobierno autónomo o nacional, formaría rápidamente una comisión para tratar de averiguar si, en mi ámbito de actuación, hay muchos otros colegas de este empleado tan caradura como habilidoso, por si resulta que no es ni el último, ni el peor de los trabajadores fantasma -llamémosles así-, capaces no solo de esconderse, sino de eliminar cualquier vestigio en el recuerdo de sus compañeros que, a buen seguro, debieron pensar que si él estaba bien, mejor aún quedaban ellos sin tener que soportarlo.

El caso es que, en mayor o menor medida, hay personas que se lo saben hacer. Por ejemplo, en la mente de cada uno de nosotros seguro que aparece la figura de aquel o aquella que, sin saber cómo ni por qué, se cogía siempre unos cuantos días más de vacaciones; se ausentaba por causa justificada o no, con regularidad previsible; llegaba siempre media hora tarde a la oficina; era también el primero en coger las de Villadiego a la hora de salir y, sin embargo, nunca nadie le afeó la conducta. Y si alguien lo hizo, seguro que el interfecto se las ingenió para seguir haciendo lo mismo en un nuevo destino, dentro o fuera del departamento o la sección, y con igual impudicia, irresponsabilidad y falta de consecuencias. Hay gente que sabe hacérselo, sin duda. Esto no se aprende ni en Harvard.

Pero, entretanto, no estaría de más iniciar una discreta investigación interna para depurar responsabilidades -que es tanto como decir ejemplarizar-, para detectar en virtud de qué extraños e involuntarios mecanismos es posible que sucedan cosas como esta en las dos administraciones afectadas. Porque tengo para mí que, si no tanta culpa, sí hay al menos parte de ella en ambas al no haber sabido adoptar mecanismos de control para comprobar que cada trabajador cumple o no con su cometido.

Por el momento, y para tranquilizar nuestra conciencia, vamos a conformarnos con aquella definición de noticia que nos hacían a los novatos de primer curso en la Facultad de Ciencias de la Información, cuando nos decían que no es noticia que un perro muerda a un hombre, pero sí que un hombre muerda a un perro. En otras palabras, que si ha sido noticia esta sentencia condenatoria de un caradura, debe de ser porque la especie es menos abundante de lo que cabría suponer. Quien no se tranquiliza es porque no quiere.

José-Miguel Vila

Columnista y crítico teatral

Periodista desde hace más de 4 décadas, ensayista y crítico de Artes Escénicas, José-Miguel Vila ha trabajado en todas las áreas de la comunicación (prensa, agencias, radio, TV y direcciones de comunicación). Es autor de Con otra mirada (2003), Mujeres del mundo (2005), Prostitución: Vidas quebradas (2008), Dios, ahora (2010), Modas infames (2013), Ucrania frente a Putin (2015), Teatro a ciegas (2017), Cuarenta años de cultura en la España democrática 1977/2017 (2017), Del Rey abajo, cualquiera (2018), En primera fila (2020), Antología de soledades (2022), Putin contra Ucrania y Occidente (2022), Sanchismo, mentiras e ingeniería social (2022), y Territorios escénicos (2023)

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