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El artículo que nunca quisiera escribir

domingo 26 de junio de 2016, 10:28h

Hace tiempo que en el dilema entre periodista y ciudadano, me quedo, si tuviese que elegir, con lo último. Pero no es fácil dejar de ser periodista. Y a veces, con el corazón en un puño, tienes que escribir lo que jamás quisieras haber escrito: las consecuencias, casi todas malas, que tendrá la salida del Reino Unido de la Unión Europea, sin ir más lejos. Pero, regresando a casa –aunque el Brexit mucho tiene que ver con ‘casa’, claro está--: acabo de ejercer mi derecho al voto y me planteo ante el ordenador lo que puede ocurrir a partir de ahora, aun desconociendo, obviamente, en qué desembocará esta larga, tremenda, noche electoral. Y lo que nunca quisiera tener que escribir es lo siguiente:

-Todo indica que no va a ser fácil encontrar una salida a los seis meses de bloqueo institucional que los españoles llevamos a las espaldas. Los vetos siguen siendo los de siempre y todo hace pensar que ninguno de los actores en presencia planea una renuncia a sus principios al parecer indeclinables: no ceder el paso a otros, alegando el ‘yo he ganado’; no apearse del ‘no, nunca, jamás’ a la única alianza que posibilitaría una salida a la situación, es decir, un pacto entre PP y PSOE; vetar a personas concretas para poder pactar; intentar una toma del poder pura y dura, en un aventurerismo apoyado, eso sí, por millones de personas. Este es, a mi entender, el desolador panorama que nos presentan los cuatro principales actores de la mala tragicomedia en la que ellos mismos nos han metido. Y, por favor, que no se les ocurra nunca más culpar a los votantes de que estemos como estamos.

-Y, sin embargo, nunca más que ahora se ha hecho tan necesario un Gobierno fuerte y representativo de la voluntad de una inmensa mayoría de los españoles. No solamente por la necesidad de reformas constitucionales y legales que se van haciendo cada día más urgentes. Es que los nuevos rumbos que, tras el triunfo del Brexit, va a tomar la Unión Europea, de la que España depende en tan gran medida, exigirían que nuestro país se dotase de voces con peso en Bruselas, en Berlín, en París. Y, claro, en Washington, donde vaya usted a saber, con estos vientos que azotan la placidez del ‘statu quo’, qué diablos ocurrirá en noviembre. España ha de recuperar su peso específico en el mundo, en suma, y para ello lo menos aconsejable sería un Ejecutivo débil, presidido por una figura mayoritariamente contestada en el Parlamento, sujeta a la continua necesidad de transar en casi todo.

-La incapacidad, así, en general, de nuestra clase política para ejercer una acción de Estado ha quedado manifiesta a ojos de una opinión pública que se muestra, aunque haya acudido a votar de manera sorprendente y relativamente masiva, muy despegada de quienes pretenden ser sus representantes. Ello plantea serios inconvenientes en cuanto a la moral de la nación, incluyendo los problemas territoriales, tan serios, que siguen ahí planteados, sin que nadie haya sugerido de una manera convincente cómo afrontarlos. Y ello, para no hablar de otros problemas estructurales y económicos que se avecinan y que requerirían de un enorme pacto de Gobierno para afrontarlos, problemas de los que nadie ha hablado siquiera en la campaña más insípida y alicorta de nuestra Historia.

-Llegamos así al último punto, a lo que nunca quisiera tener que escribir como un hecho: la intervención del Rey. Nadie cree en ella, o eso dicen, como aseguran que no habrá repetición de elecciones tras las de este domingo. Pero ¿qué han aportado, hasta ahora, nuestros líderes políticos para garantizar que, al no poderse llegar a la investidura de un candidato, se evitarían unas nuevas elecciones para el próximo invierno? Nada. No han aportado nada. Y eso nos lleva a lo que entonces sería una necesaria, constitucionalmente prevista, intervención del Rey. A quien sin duda le espera un enorme desgaste en los días que vienen. Desgaste tanto si se limita, sin hacer más gestos, a llamar a consultas a los candidatos para ver si es posible una investidura, como si se ve forzado a proponer a ese ‘independiente’ de consenso del que ya ha empezado a hablarse. Un ‘independiente’ (o no) para encabezar un Gobierno reformista-regeneracionista que, en el plazo de dos años, lleve a cabo las reformas constitucionales y legales que garanticen que nunca más volveremos los españoles a encontrarnos en una situación perpleja como la de este 27-J.

A nadie se le escapa que ese candidato, que debería surgir de previas consultas a la sociedad civil, sería vapuleado por tirios y troyanos, tan aficionados siempre al guerracivilismo. Por eso mismo digo que esa solución ‘in extremis’ es indeseable por cuanto erosionaría la figura del jefe del Estado, sin duda el mejor Rey que ha tenido nunca España. Poner a prueba ahora la Monarquía, como se puso a prueba el 23-f, sería, claro está, una locura. Pero puede que la inepcia de unos políticos, la ambigüedad de una Constitución y la abulia de una ciudadanía obliguen a Felipe VI a lanzarse al ruedo para preservar no solamente su corona, sino la estabilidad de un gran país al que sus políticos pusieron en la picota.

Ya digo: escribo hoy, con la esperanza de que los hechos posteriores a la noche electoral –pues claro que habrá cambios de rostros: es necesario- y los resultados definitivos me desmientan, simplemente acerca de una hipótesis. Que confío en que siga siendo lejana, una especulación de trabajo. Nunca me gustaría, como ciudadano, aunque pudiese resultar apasionante como periodista, que lo que aquí se dice se convirtiese en la crónica de la narración de unos hechos consumados y de los que luego, como tantos británicos que votaron el Brexit, hayamos de arrepentirnos.

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