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Residuos

TOM MCCARTHY
TRADUCCIÓN DE ANDREA VIDAL ESCABÍ
Editorial: LENGUA DE TRAPO
320 PÁGINAS, 21, 84 EUROS

martes 11 de diciembre de 2007, 12:15h
Cuando uno está viendo una película que le incomoda por cualquier cuestión —pero sigue viéndola, dejamos de lado el por qué— y ha tenido que desviar varias veces la vista de la pantalla para buscar refugio en el jarrón que está en la estantería tras el televisor o, en caso de encontrarse en el cine, en las luces verdes que indican la salida de emergencia, suele recurrir como último recurso, agotados ya el jarrón o las luces, al tópico de “no es más que una película” o “es ficción al fin y al cabo”, con lo que parece recuperar una cierta tranquilidad.
El problema, por supuesto, viene cuando hacemos esas reflexiones y no funcionan, cuando descubrimos que la realidad ha sido superada ampliamente por la ficción y tenemos la sensación de que los personajes en la pantalla son más reales que nosotros mismos.

Algo parecido le sucede al narrador y protagonista de “Residuos”, primera novela de Tom McCarthy, (Londres, 1969). Desde que un objeto cayera del cielo y le golpeara en una calle de Londres, dejándole en coma durante unos meses, y después de una dura rehabilitación, un largo proceso que conllevó un re-aprendizaje cerebral —aprender de nuevo a hablar, moverse…—, siente que es “de segunda mano”, que todo en él es falso, artificioso, de alguna forma no real. Del accidente en sí no sabe casi nada, pero tampoco puede indagar demasiado puesto que de lo contrario perdería la cuantiosa suma de dinero que le han dado por olvidar lo ocurrido.
Así, multimillonario pero vacío, su vida carente de sentido, moviéndose y viviendo como un autómata, encuentra un día en la pared de un cuarto de baño una grieta que le recuerda a un momento anterior al accidente en el que se sintió “de verdad” y donde sus movimientos no eran forzados ni artificiales. A partir de aquí, toda su atención y esfuerzo se centrará en crear una minuciosa réplica de la casa —grieta incluida— y del bloque entero de viviendas, e incluso contratará actores para que cumplan con el papel de los vecinos. Solamente en el edificio, obligando a los actores a repetir una y otra vez escenas vividas con anterioridad o inventadas según sus gustos, se siente auténtico y natural. Pero pronto el edificio no le basta y las re-creaciones se amplían a un taller de neumáticos o a un banco. A medida que éstas se suceden, la realidad se va diluyendo como una pastilla efervescente en un vaso de agua. La ficción es ya lo único que cuenta.

Uno de los aspectos más interesantes de “Residuos” es la capacidad analítica del narrador, su facilidad para explicar detenidamente la falta de empatía que siente hacia lo que le rodea y que no está inmerso en sus re-creaciones o hacia las personas que se encuentran junto a él y a las que sólo valora en tanto forman parte de sus actividades. Es, de esta manera, una suerte de Meursault “El extranjero”— con conocimiento de causa, de Josef Bloch “El miedo del portero ante el penalti”— reflexivo y al tiempo extrovertido, un personaje complejo con una clara disfunción afectiva y con un evidente problema de despersonalización del que es plenamente consciente y del que nos da cuenta con una lucidez poco común.

El cuidado del detalle, de la imagen adecuada y de la concreción lingüística es algo que está muy presente durante toda la novela y que el autor trabaja con acierto. No cae en malabarismos lingüísticos, en descripciones excesivas o en detalles irrelevantes que ralentizarían la acción y alejarían al lector de lo principal, es decir, del proceso autodestructivo en el que se halla inmerso el personaje. “Residuos” es así una novela de lectura fluida en la que el ritmo se mantiene sin altibajos y donde se nos plantea un particular universo ficcional que, por sorprendente que pueda parecer, funciona dentro de los límites que él mismo se ha impuesto.
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