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Gritos de silencio, aullidos de terror

lunes 08 de agosto de 2016, 12:58h

Once policías belgas se han suicidado desde el 22 de marzo, fecha del atentado terrorista, los mismos que en todo 2015. Jóvenes preparados para luchar, con entrenamientos intensos, con uniformes propios de películas y series que inundan lo medios. Jóvenes que empuñan armas automáticas más poderosas que ellos mismos, que han visto utilizar a actores famosos en secuencias de héroes en sus propios domicilios y aún en sus horas de guardia o de descanso. Todos ellos menores de 25 años y que nunca habían hecho servicio militar o policial, ni siquiera la mayoría había formado parte de organizaciones humanitarias de la sociedad civil en donde se está a diario con personas abandonadas, enfermos terminales, drogadictos o personas dependientes, en poblados de chabolas incrustadas en los aledaños de las grandes ciudades “alegres y confiadas” adonde acudieron en busca de los derechos más fundamentales: educación, sanidad, trabajo digno, viviendas adecuadas y una vida sencillamente humana y civilizada.

A esos centenares de jóvenes militares belgas en tratamiento psiquiátrico para contener la oleada de suicidios y de otras “enfermedades” conseguidas como escapes ante una realidad inasumible, como sucede en Francia, Alemania y otros países ricos y poderosos porque nadie les ha explicado que muchos de esos extranjeros que llegan en busca de acogida, de trabajo y de refugio nos devuelven al visita que hicimos a sus antepasados durante siglos… pero para explotar sus recursos y dividirlos en extraños países como sucedió en Oriente Medio después de la Gran Guerra y de los siniestros acuerdos Sykes-Picot o la incalificable conquista a instancias del Duque de Norfolk para que los palestinos “asumiesen” que las tierras que habitaban desde hacía siglos… eran propiedad inveterada del pueblo de Israel porque formaban parte de una supuesta “Tierra prometida” en la que no admiten ni diálogo, ni la convivencia ni el respeto al derecho internacional.

Así vemos a esos jóvenes militares suicidas en Bélgica y en otros países desde EEUU a Rusia, y desde Turquía a una Europa en descomposición porque muchos ciudadanos abren sus ojos ante un pasado en Corea, Vietnam, Iraq, Siria, Irán, Filipinas, Indonesia, África y América latina sin olvidarnos de la esplendorosa Australia y otros, en donde ser indígena es sinónimo de delincuente o de indio borracho o de jóvenes negros que pueblan en un 78% las cárceles de EEUU. No. Esos jóvenes suicidas, pertrechados para la guerra, esos militares tratados por psiquiatras y psicólogos, amén de las dependencias abrumadoras de fármacos y de opiáceos, deberían ser para nosotros un grito de dolor y de desesperación más terrible que el del cuadro del noruego Edvard Munch.

Esos jóvenes militares belgas declarados oficialmente como suicidas son una cortina de paño burda que oculta depresiones, alteraciones del sueño, lágrimas reprimidas y tragadas, miedos y sueños angustiosos que al menos en unos 550 son tratados por un equipo de psicólogos y de ayudantes sociales. En Bélgica, país rico, sin analfabetismo, con leyes democráticas y un buen nivel de vida… pero ¿de qué vida que alcanza el paroxismo del suicidio culminado después de infiernos de inseguridad y de miedo que no podían exhibir porque eran militares? Antes se les decía que no podían expresar dolor, pero ese era el contexto psicológico antiguo en la policía belga. Ahora han comprendido que necesitan hablar de sus inesperados traumas.

Cuando un terrorista actúa, la estadística no recoge el número real de víctimas, escribe Álvaro Sánchez. La angustia es tan fuerte que a veces se comportan ante su familia con ira y los hijos no reconocen al padre. "Se dicen: ¿cómo voy a poder enfrentarme otra vez a situaciones así? ¿Cómo voy a ser capaz de seguir? Nuestro trabajo es hacer evolucionar ese pensamiento y darles herramientas para aprender a gestionar mejor esas emociones. Bomberos y militares también trabajaron en la escena de los atentados y tienen sus propios Stressteam, prosigue el cronista.

La sensación de que nuevos ataques pueden producirse en cualquier momento hace que muchos policías se hayan contagiado de ese clima de terror generalizado y sufran secuelas indirectas que se unen al infierno mental de recuerdos grabados a fuego y noches en vela que viven muchos de los uniformados que recorren las calles de muchas ciudades.

Llevaban uniformes, se habían formado en ambientes de calidad y de exigencia, escucharon arengas cercanas al delirio y clases sobre el valor, la patria y las obligaciones de quienes se encontraban en posesión de la verdad, la justicia y la convivencia ciudadana como garantes de su seguridad. Participaron en campamentos y entonaron canciones al calor de las hogueras y de la fraternidad de personas fuertes en las que el miedo era inconcebible porque ellos, militares que se enfrentarían al “enemigo” no podían permitirse emocionarse, desarbolarse y llorar. Habían visto videos estimulantes y casi enajenantes que los trasladaron de sus medios confortables al encuentro con el terror, el fanatismo, la sangre, las explosiones y la muerte de sus compañeros y amigos en un instante, en una pesadilla pero real y que sangraba a borbotones ante su impotencia por mantener el arma con un brazo y sostener lo que quedaba del compañero en la otra que temblaba como un volcán preparándose para reventar.

En un país, Bélgica de 11 millones de habitantes, se reconoce públicamente que centenares de militares y de bomberos y policías necesitan cuidados psiquiátricos y psicológicos, desde los atentados de marzo, muchos están medicados y otros muchos se han escaqueado de la terrible realidad con “accidentes” de motos y de coches, con fármacos tranquilizantes y hasta alucinantes que les permitía sobrevivir en una realidad para la que ni les habían preparado. Sus mayores sí que sabían de un terrible pasado colonial en Congo belga pero “explicado” en sus libros de texto como de una misión “civilizadora, cristiana y de apertura al comercio”, las tres Ces promovidas por aquel rey Leopoldo II que obligó al país a asumir en 1908 a Congo como colonia ya que sus negocios privados en ese inmenso y rico territorio que le “pertenecía” necesitaban de la mano dura del Ejército belga.

No les han explicado lo sucedido; en el indecente y escandaloso Conferencia de Berlín de 1878 en la que unos gobernantes sin escrúpulos se repartieron el continente africano a cartabón y plomada. Ese nefasto rey de Bélgica, Leopoldo II, convenció hábilmente a los gobiernos de Francia y de Alemania que para los intereses de ambos países era necesario asegurar el libre comercio en África y allá fueron Gran Bretaña, Alemania, Francia Portugal, Italia, España etc. a apoderarse de tierras y pueblos de África. Al igual que habían hecho, pero sin congresos ni mandatos legales, en gran parte de Asia, Oceanía y el continente americano. Bélgica, país que forma parte de la OTAN y de su siniestra política de aplastamiento de poblaciones en donde quiera que hubiera petróleo, oro, madera, bauxita, col-tan, mano de obra barata para explotar algodón o caucho, café o minerales que prohibían transformar en origen para obligarles después a comprar sus productos acabados.

Como denunció Gandhi cuando se atrevió a agacharse con sus seguidores y tomar sal a la orilla del mar; los gurkas intervinieron y las ametralladoras dejaron centenares de cuerpos destrozados porque la sal como el algodón y otras materias primas “pertenecían” a la Corona, británica. Por eso hasta 1946-47 a miles de niñas en India se les amputaban las falanges de los dedos pulgares, para que no pudieran hilar. Esa es la historia de la rueca en la bandera de la India moderna y la razón de que el Mahatma recibiese a sus visitantes sentado sobre una estera e hilando algodón para vestirse con sus saris, sarones y dottis.

Hoy millones de seres contemplamos atónitos los efectos de un arma que los conquistadores dejamos plantada en tierras que merecían el respeto a su dignidad y a su historia.

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