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El rumor del oleaje

lunes 12 de septiembre de 2016, 10:22h

Me gusta que me cuenten historias. Me embobo. Me meto dentro como espectador invisible que mira las escenas. Y digo “mira” con todas las de la ley. Pues lo que más valoro del narrador es su fuerza para ayudarme a ver en imágenes sus palabras. Me refiero a imágenes que mezcladas con la memoria (que es inventada, como han demostrado los neurocientíficos) forjan el encuentro entre la imaginación el autor y el lector. Recuerdo el fin de semana que volví a leer “El jinete polaco” de Muñoz Molina. Lo gocé más que la vez anterior, y mientras leía sentía ese “viento del sur que trae algunas veces los truenos retardados de una batalla remota”. Mi batalla sucedía en un patio lleno de jazmines, claveles y rosas, en Benamejí. Allí imperaba mi imaginación. Creaba mi propio elenco de hadas, brujas, cazadores, cisnes, sombras, príncipes, esclavas… Asignaba el papel de un personaje a cada miembro de mi familia. Un tío mío, algo Neanderthal, era el ogro. Cuando lo veía acercarse en las sombras a mi lecho, dormía al lado, cerraba los ojos para evitar que pudiera levantarme con sus musculosos brazos y encerrarme en una jaula llena de niños perdidos. Nunca traspasó el umbral mi tío, evitando así un futuro cliente para el psicoanálisis cansino.

También recuerdo un verano con Hemingway, ese gigante contradictorio y machista, pero capaz como pocos de integrarme en sus historias. Lo fui leyendo bajo el rojizo atardecer y en la penumbra serena de la siesta, cerca de un intenso hilo de luz que se escapaba de las cortinas. Me metía fácil en sus historias, y por supuesto aprovechaba sus elipsis para apuntarme a la fiesta narrativa y añadir de mi cosecha. Metido en el libro viajaba por la guerra española, por todas las guerras en las que el americano, como corresponsal de North American Newspaper Alliance, convirtió los conflictos bélicos en noticias y en historias llenas de fuerza y belleza. Disfruté sobre todo “Adiós a las armas”, “Por quién doblan las campanas” y su trilogía última, “Islas a la deriva”.

Ahora finalizo una maravillosa historia de amor, “El rumor del oleaje”, de Mishima. Este idilio adolescente, en la arcadia soñada, me lleva a mis queridos San Juan de la Cruz, Emerson y Whitman, además de rescatarme sensaciones de ese amor inocente que siempre muere. El sintoísmo es para mí la búsqueda espiritual del más allá en la tierra. La naturaleza es el libro del creador, de ese dios contradictorio que tengo dentro. Es un espíritu grande que lucha contra el mal clavándome en el corazón la belleza del mar o un atardecer. Me llega su rumor como la tinta de un libro divino en el que puedo, como en Hemingway, dejar vagar mi imaginación para crear con dios un mundo que solo a él y a mí nos pertenece.

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