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Aunque sea un poquito

martes 20 de septiembre de 2016, 09:26h

Siempre me ha emocionado la historia de Diego, que no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla. Viajaron al sur. Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando. Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedo mudo de hermosura. Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre: -¡Ayúdame a mirar!

Este hermoso relato con el niño, “mudo de hermosura”, agarrado a la mano de su padre para que le “enseñase a mirar” esa mar que estalló ante sus ojos, marcó una buena parte de mi vida y de la de muchos de mis amigos y alumnos en la universidad, porque nosotros también anhelábamos a que nos enseñasen a mirar esa inmensidad de la mar “y tanto su fulgor”. Por eso, ante el libro póstumo del gran escritor universal pero nacido en Montevideo porque le dio la gana ya que los genios nacen donde quieren, como los gallegos y los de Bilbao.

“El cazador de Historias”, obra póstuma de Eduardo Galeano, publicada por Siglo XXI, muestra en alma viva al narrador que acecha detrás de todos los relatos. Y aunque siempre no gustaba hablar de sí mismo, Galeano cierra este libro con unas cuantas historias que sorprenden tanto porque ofrecen trazos de su biografía, de su infancia y juventud, de sus primeros viajes por América Latina, de las personas que marcaron su vida y su arte de escriba y relator de la actualidad como por expresar sus ideas sobre la muerte. Son hermosas y poderosas historias en las que se pregunta cómo será el final, qué deseos, afectos o necesidades aparecerán entonces. No se trata de lamento alguno sino el radical impulso que alienta en su vida, la curiosidad, la imaginación y la denuncia de las situaciones injustas.

Eduardo Galeano creó una obra que nos marcó a muchos de sus lectores, entre los que me cuento, desde la cruz a la fecha, como decía mi madre, que firmaba sus cartas y, si se le olvidaba algo, ponía Nota Bene NB o Post scriptum PS, y después no volvía a firmar sino un escueto “Vale”, esto es, deseo que estés bien, auténtica traducción y no el insulso OK de tanta gente amiga de latiguillos, a falta de léxico para expresar sus escasas “ideas”. Vale, tío, vale.

Como se dice en la presentación de este delicioso y tierno libro, varias generaciones hemos leído su obra con fruición y seguro que lo seguirán haciendo, porque algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende.

El siglo XXI muestra descarnados y tristes, altaneros y soberbios, los más vergonzosos crímenes contra la humanidad y el medioambiente cuyo paradigma es la más letal bomba de destrucción masiva: la explosión demográfica que se incrementa exponencialmente ante los ojos de los miserables para los que todo vale aunque tengan que destrozar y bombardear espacios de vida, asesinar a víctimas inocentes con el único delito de haber nacido. Los abusos de un sistema formado por ricos y jodidos muy jodidos están a la orden del día. Siguen soñando las pulgas con comprarse un perro y los nadies con salir de nadies. Eduardo Galeano, que terminó un año antes de terminar esta obra, sale a cazar en esa jungla para mostrarnos, con crudeza, con amor y con ternura, el mundo en que vivimos, desnudando ciertas realidades que, pese a estar al alcance de la mano, no todos llegan a ver.

Por eso, yo quiero cantar esta desgarradora denuncia que a tantos nos incendió y animó a no cejar en el empeño de luchar por una sociedad más justa y solidaria, más libre y acorde con el medio en el que vivimos nos movemos y somos. Más humana y divina a la vez por su naturaleza formada de cosmos y de eternidad en un vivir que tenga sentido. Aunque la vida no lo tuviera, como respondió Malraux al General De Gaulle cuando este se lamentaba de cómo iba a encontrar el agnóstico escritor consuelo por la muerte de su único hijo si para él la vida no tenía sentido. Quiero cantar esta denuncia imperecedera y por desgracia más actual que nunca: No nos sacan del subdesarrollo, no socializan los medios de producción y de cambio, no expropian las cuevas de Alí Babá. Pero quizás desencadenen la alegría de hacer, y la traduzcan en actos. Y al fin y al cabo, actuar sobre la realidad y cambiarla, aunque sea un poquito, es la única manera de probar que la realidad es transformable.


José Carlos García Fajardo

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