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La historia ni absuelve ni condena

martes 29 de noviembre de 2016, 10:13h

“Estudien mucho para poder dominar la técnica que permite dominar la naturaleza. Sobre todo, sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucionario,” escribía el Ernesto Che Guevara en carta a sus hijos desde Bolivia. Esas y otras frases de ese icono de rebeldía en nuestro tiempo bailaban en mi corazón un 19 de octubre de 1997 cuando me acerqué a saludar a su familia en Santa Clara. Les cité ese párrafo que tanto me había impresionado y me dijeron que en el pequeño museo que se iba a inaugurar podría leer esa carta. Estábamos ante el mausoleo en donde depositarían sus restos y los de 29 de sus compañeros caídos en aquella sierra.

En aquellos momentos, mis amigos y yo nos sabíamos testigos de un momento histórico, de un hombre que tenía grabadas en la piedra de ese monumento funerario esta confesión admirable: Me siento tan patriota de cualquier país de Latinoamérica como el que más y, en el momento que fuera necesario, estaría dispuesto a entregar mi vida por cualquiera de sus países. Sin pedirle nada a nadie, sin exigir nada, sin explotar a nadie.

Ernesto Guevara, el Ché, fue uno de los iconos más importantes de todo el siglo XX. Su rostro fotografiado por Korda estuvo en millones de habitaciones y de estancias de jóvenes de todo el mundo. Sus palabras circulaban de boca en oreja, nos las pasábamos y nos emocionaban. Yo ya era profesor de Historia en la Universidad Complutense de Madrid y había seguido la trayectoria del Ché, de Fidel, de Camilo Cienfuegos y de tantos de sus compañeros que desde sierra Maestra habían derrocado la corrupta dictadura de Fulgencio Batista. Así como la de los más importantes iconos de su tiempo. Ghandi, Luther King, Mandela. Por mi edad ya no era un emotivo naíf. Sabía lo que sucedía en Cuba desde 1956.

Y ciertamente fueron tiempos de magia y de esperanza. Conocemos lo que había sucedido en esos años y el sufrimiento de un pueblo que se alzó contra la tiranía y contra la corrupción, contra la opresión y contra los efectos de un capitalismo salvaje. Cómo la limpieza e ilusión que bajó desde la Sierra tuvo que unirse a compañeros de viaje que los fagocitaron cada vez más hasta transformarlos en epígonos de un comunismo soviético cuya ejecutoria de errores monumentales ya eran manifiestos. Pero también teníamos presente la cerrazón de un bloqueo injusto e inhumano que afectó a la población entera durante décadas por parte de los gobiernos de Estados Unidos. Eso es historia y todos la conocemos.

Pero lo que me duele es que, a estas alturas, se escriba que “La Historia no lo absolverá”. El autor es un escritor de novelas inolvidables pero no siempre de artículos periodísticos compatibles con la solidaridad, la justicia y la ecuanimidad. Allá él. Pero lo que su autor no tiene presente es que la Historia no tiene que absolver a nadie, porque no puede. Ni está legitimada ni es esa su función. El sujeto de la Historia es el ser humano, y su objeto es lo que les sucede a los seres humanos en situaciones concretas. Lo demás será geografía, filosofía, teología o teodicea. No es infalible ni exacta, ni lo pretende.

Levanta acta de lo que los historiadores ven, oyen o reciben por los más diversos medios; no pocas veces míticos, interesados o tergiversados. La frase que dijo Fidel Castro al ser condenado a 15 años de cárcel por un tribunal por su participación en el Cuartel de Moncada fue “La historia me absolverá” refiriéndose a esa injusta condena que, de hecho, a los dos años quedó sin efecto. Pero este no es el tema capital sino la ceguera al no reconocer y respetar, en el día de su muerte, que un político importante sí hizo Historia y que, junto a errores garrafales en su gestión política, llenó de raudales de esperanza, de ilusión y de humanidad sentida a centenares de millones de seres humanos todo a lo largo del mundo.

La historia de la segunda parte del siglo XX no podría jamás ser contada o explicada sin el fenómeno del castrismo en Cuba, como tampoco lo podría ser la de todo ese siglo sin las experiencias totalitarias soviéticas, nazis, de guerras espantosas, así como de los logros que en otros países y en otras mil áreas del conocimiento y de la vida sucedieron en ese “corto siglo XX”, en la conocida expresión de Hobsbawm.

Respetemos y demos sepultura a los muertos. Aprendamos de la experiencia y valoremos cuanto de grande e inolvidable se ha llevado a cabo en ese querido país en la alfabetización de toda la población, en los cuidados sanitarios universales y en tantos aspectos que podrán servir para construir una sociedad cubana reconciliada, nueva y justa. Que los anhelos de aquella revolución no hayan sido en vano. Hay mucho por hacer y entre todos podemos ayudar a la reconstrucción de ese pueblo tan admirado y querido por muchos de nosotros.

Déjenme decirles, a riesgo de parecer ridículo, dijo Ernesto Guevara, que el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad. Quizá sea uno de los grandes dramas del dirigente; éste debe unir a un espíritu apasionado, una mente fría y tomar decisiones dolorosas sin que se contraiga un músculo. Nuestros revolucionarios de vanguardia tienen que idealizar ese amor a los pueblos.

Porque todos los días hay que luchar porque ese amor a la humanidad viviente se transforme en hechos concretos, en actos que sirvan de ejemplo, de movilización. La revolución es algo que se lleva en el alma, no en la boca para vivir de ella. Porque esta gran humanidad ha dicho basta y ha echado a andar. Y su marcha, de gigantes, ya no se detendrá hasta conquistar la verdadera independencia, por la que ya han muerto más de una vez inútilmente.

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