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El error del anticapitalismo actual

viernes 02 de diciembre de 2016, 14:10h

El principal error de los grupos anticapitalistas actuales reside en que combaten un fenómeno (el capitalismo) que ya no es lo que era. Su memoria política ha quedado fijada, cual huella mnémica, en la imagen de la sociedad capitalista del siglo XIX, una sociedad que, en efecto, se desarrollaba esencialmente en función de los intereses del capital. A partir de un sistema político excluyente, sobre la base del voto censitario, el Estado era efectivamente burgués, tanto por el reclutamiento de sus dirigentes, como por la orientación de sus políticas (también como reacción comprensible de una burguesía que venía de sufrir la subordinación en el Antiguo Régimen).

Sin embargo, con el cambio de siglo (del XIX al XX) esa situación se transformaría notablemente. El acceso al sufragio universal (impulsado principalmente en Europa por el movimiento obrero organizado) cambiaría radicalmente el funcionamiento del sistema político, dando inicio al conflicto entre intereses del capital y democracia general que llega hasta nuestros días. La llegada de los partidos de izquierdas al gobierno introducía, cuando menos, reacomodos importantes en la búsqueda del bien común.

No obstante, el sector más radical de la socialdemocracia, encabezado por Lenin, creyó llegada la oportunidad -con la primera guerra mundial- de romper en Rusia por completo con el capitalismo, suprimiendo el capital privado y el mercado e instalando una economía estatal (supuestamente socialista), al tiempo que sustituía el sufragio universal por la democracia de los comprometidos (organizados en soviets). El resto de la SD europea adoptó dos posiciones respecto del experimento ruso: quienes aceptaban el cambio económico pero no así la restricción de la democracia política y quienes rechazaron las dos cosas. Treinta años después, a la vista del penoso funcionamiento de la economía estatal y sus efectos en la vida política, toda la socialdemocracia acabó rechazando el modelo leninista.

Fueron los socialdemócratas nórdicos quienes primero identificaron que la solución no estaba en suprimir la iniciativa privada y el mercado, sino en ponerlos al servicio de los intereses de toda la sociedad. No hay un sistema que pueda sustituir el mercado como instrumento de operación flexible de los factores económicos; lo que hay que evitar es que la lógica del mercado gobierne al conjunto social. De esa ecuación surgió el Estado de Bienestar que se extendió por Europa como una de sus señas de identidad más envidiadas en el mundo.

Ahora bien, el Estado de Bienestar introducía una tendencia a la modificación de las relaciones entre capital y trabajo. A comienzos de los años setenta, la capacidad contractual del segundo hizo que el primero comenzara a pensar sus ganancias en términos de productividad y planificación a largo plazo. Los economistas europeos comenzaron a hablar de “sociedades postcapitalistas”.

Pero la economía mundial dependía de otros muchos factores. Y la crisis del petróleo dio inicio a una transformación profunda del sistema-mundo. El aparecimiento de la globalización llegó de la mano de propuestas que buscaban la solución de la crisis en el retorno al capitalismo salvaje. Ciertamente, no era un regreso al capitalismo decimonónico, entre otras razones porque las sociedades estaban demasiado acostumbradas al sufragio universal y a los servicios básicos. Pero si era un intento de hacer que el mercado volviera a orientar la reproducción social. Y así pasaron las dos últimas décadas del siglo XX.

Sin embargo, en sociedades basadas en democracias pluralistas la acción pública refiere inevitablemente a las pulsiones sociales y, así, el nuevo siglo surgió marcado por la idea del retorno a lo público. En otras palabras, se reproducía de forma aguda la tensión entre intereses del capital y democracia política, incluyendo las turbulencias económicas que esa tensión produjo. Y, como en anteriores ocasiones, las turbulencias económicas han producido un gran malestar social, que intentan dar cauce fuerzas de nuevo cuño y grupos de extrema izquierda. Buena parte de estos reviviendo el espíritu del anticapitalismo.

Su error reside en identificar capitalismo con capital privado y mercado, cuando el siglo XX nos ha mostrado dos cosas sustantivas. La primera, que no hay alternativa estatal para sustituirlos y que más bien hay que evitar esa salida en falso. Y la segunda, que es posible usar ambos instrumentos económicos (iniciativa privada y mercado) sin que ello determine la reproducción social, precisamente mediante la acción pública concertada. Esta opción no trata, por tanto, de suavizar el capitalismo, como acusa la extrema izquierda, sino que apunta al camino hacia las sociedades postcapitalistas; es decir, aquellas que no se orientan por los intereses del capital sino que lo utilizan para lograr nuevos avances en el desarrollo humano. O, por decirlo en términos clásicos, aquellas que avanzan hacia nuevas cotas de emancipación humana, en un proceso interminable. Algo que es precisamente lo que da sentido a la calificación de izquierdas.

Pero ese es justamente el programa de la socialdemocracia: sobre la base de la democracia pluralista y la ampliación del Estado de Bienestar, lograr la transformación de las relaciones entre capital y trabajo (que modifiquen tanto la distribución como la redistribución de la riqueza). Lo cual nos lleva a una deducción lógica: hoy, en el siglo XXI, la socialdemocracia es la forma más neta de ser de izquierdas. Porque no por hacer más extremas las propuestas se es más de izquierdas. Ese es otro error, por cierto que bastante viejo.

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