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Perro abandonado

miércoles 16 de agosto de 2017, 14:31h

Vagabundo por las cunetas. Buscando entre la yerba algún despojo del verano. Viendo los coches pasar rápidos doblando el asfalto que está meloso por el verano. El sol crea a lo lejos charcos luminosos que no tienen agua. Olisqueando en los cubos de basura de la gasolinera. Reconociendo la bota que le expulsa de un poco de agua, de la piel de la fruta tirada en un rincón. Es humano el puntapié. Su cerebro no sabe analizar ese gesto. Si antes los humanos le acariciaban, si reían sus gracias, si le daban cualquier chuchería y los niños primero gritaban al verlo, es un perro grande, pero después cogían confianza y tenía que huir de ellos. A pesar de que desearía estar todo el día jugando, a ver quién aguanta a un grupo de nenes gritando, corriendo, revolcándose, tirándole de las orejas o la papada, echándose encima. Pero estoy seguro de que aunque se escondiera, ya harto de pellizcos y revoltones, por dentro sentía su instinto colmado. Ochocientos años su especie con esos seres humanos convertidos poco a poco en objetivo de su existencia. Guardarlos, acompañarlos, avisar de los peligros, ser el peluche de las caricias, el cuenco al que llega el amor y se refugia un rato.

Era feliz. Y ahora una niebla le envuelve la mente. Huele y no encuentra los olores conocidos. El sudor habitual. Las colonias. Los árboles. Las yerbas. Incluso el frescor de la sombra del verano en el porche, donde solía tumbarse toda la tarde y cuando no cerraba los ojos miraba la soledad del barrio y la inmensidad del campo. Solo pasaba un automóvil de vez en cuando. Pero él reconocía los ruidos de los motores. Sabía si se acercaba el jefe de la manada. Entonces levantaba sus orejas, aspiraba el viento elevando la nariz, se iba a la puerta a esperar nervioso, moviendo el rabo, dando pequeños ladridos. Luego solo una caricia era suficiente para que se sintiese colmado en el sentimiento, para que considerase que le habían dado el plácet para sus habituales cometidos. Incluso puede que acompañase al jefe en la caza olisqueando, recuperando las piezas, avisando cuando alguna perdiz o liebre tenía la osadía, o la ingenuidad, de ponerse al alcance de las escopetas.

Por eso ahora no entiende ni donde está ni porqué es un ser ajeno que no sabe hacía donde se dirige. Nada de lo que ve le resulta conocido. Dónde estará la manada. Quién le llenará el cuenco de la comida. Dónde está el cuenco. Dónde su vida y su sombra. A veces algunos niños en la calle le acarician y siente que podrá volver a casa. Pero está demasiado lejos. La manada lo ha abandonado en una carretera sin destino. No lo sabe pero lo mejor que puede ocurrirle es que acabe en la perrera de cualquier pueblo. Porque el cruel asfalto puede ser también su lecho definitivo. En esta época hay mala gente que los abandona porque les dificulta el veraneo. Mala gente. Eso es. Mala gente.

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