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Tabla rasa

viernes 06 de octubre de 2017, 09:35h

Comienzo con el esperpento protagonizado por Ángel María Villar, muy señor mío, secular Presidente de la Federación Española de Fútbol. Con la tormenta política que nos está cayendo, el asunto Villar les puede parecer una anécdota secundaria, pero yo lo veo como un síntoma más de la enfermedad paralizante que aqueja al Gobierno de la Nación. Hemos visto a Villar atrincherado en su despacho federativo, impertérrito y provocador, administrando y dirigiendo a su antojo un organismo oficial. Ha sido investigado, detenido, encarcelado y procesado. Se le acusa, como saben, de delitos muy graves relacionados con el desempeño de su cargo. Ahora se encuentra en libertad provisional, previo pago de la correspondiente fianza. En este tema, como en tantos otros, la relajación pusilánime de nuestras autoridades gubernativas es más que evidente. Cuando estalló el escándalo, el Consejo Superior de Deportes tendría que haber intervenido la Federación, delegando las funciones de Villar en un funcionario ejecutivo que abriera las ventanas y saneara la casa. No se hizo. Sino han sido capaces de afrontar un problema de esas características, ilustrativo de los muchos desmanes cometidos en España, qué podemos esperar ahora de un Ejecutivo llamado a recuperar el “orden constitucional” en Cataluña.

Los sucesivos gobiernos de la Generalitat, a lo largo de los últimos años, han ignorado las sentencias del Tribunal Constitucional que desmontaban el desvarío ilegal decretado en aquella Comunidad. Ni José María Aznar, ni José Luís Rodríguez Zapatero, ni Mariano Rajoy, ninguno de ellos, se ocupó de imponer en Cataluña el Imperio de la Ley y los derechos de millones de catalanes. Allanado el terreno, el nacionalismo burgués, maniatado y dirigido por los independentistas y la extrema izquierda, fundamentalmente por estos últimos, se ha dedicado a laminar las competencias del Estado, a marginar del escenario político a gran parte de la población y a quebrar la convivencia pacífica que siempre imperó en Cataluña. Por si fuera poco, imitando la estrategia que se entrena en las dictaduras bananeras, se inventaron un fantasmal enemigo exterior. Culparon a España de los quebrantos sociales derivados de su pésima gestión económica y financiera. La demagogia populista que acompañó esos hechos, cuna de tantos fascismos, publicitada por los medios públicos de comunicación catalanes, sumada al adoctrinamiento político en todos los ámbitos ciudadanos, incluidas las escuelas, crearon el ambiente que necesitaban para madurar su proyecto de sedición. Nadie dijo nada. Nadie hizo nada.

Mal que le pese a ciertos progresistas de pacotilla, ahora nos vemos obligados a retirar de la circulación a los sediciosos que nos han traído hasta aquí. Tendremos que responsabilizarnos también de las diligencias de buena parte de los asuntos que administraba malamente la Generalitat, incluido el peliagudo compromiso de garantizar la seguridad de todos los habitantes del Principado. Cuando los constitucionalistas, con el Gobierno de Rajoy a la cabeza, restablezcan la legalidad y la democracia en Cataluña, en ese momento, deberíamos replantearnos el futuro inmediato de este país nuestro. Yo les recomendaría, con toda la humildad del mundo, que hicieran tabla rasa de lo hecho hasta hoy mismo y se repensaran la vigencia del actual Estado de las Autonomías. La premisa esencial sería la siguiente: vivamos donde vivamos, todos los españoles somos iguales ante la ley, con los mismos derechos y deberes. En la actualidad no es así. La organización territorial distancia y discrimina a la ciudadanía nacional. La tarjeta de residente condiciona la contribución fiscal que cotizamos, la calidad de la educación y la sanidad que se nos presta, los servicios sociales que podemos reclamar, las dotaciones públicas que tenemos y las múltiples reglamentaciones regionales que regulan nuestra existencia cotidiana. Las cosas son como son y no como nos gustaría que fueran. Aunque no sea políticamente correcto, escrito queda.

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