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Patriotismo y nacionalismo

Por Gabriel Elorriaga F.
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elorriagafernandezhotmailcom/18/18/26
lunes 16 de octubre de 2017, 12:23h

Con su contestación ambigua y absurda al requerimiento del Gobierno el señor Puigdemont prolonga el breve plazo de espera para la aplicación del esperado Artículo 155 de la Constitución. Su respuesta y el comentario del Gobierno a la misma constituyen otro episodio repetitivo de querer plantear una regresión histórica hacia la disgregación de un Estado como un proceso natural de normalidad política. Este intento irracional y contraproducente ha provocado la correspondiente reacción de un patriotismo nacional más racional que apasionado. Es un fenómeno natural de autodefensa que los españoles están viviendo desde hace algunas semanas, provocado por el desafío tribal de un sector de la política catalana que intentó presentar un nacionalismo faccioso como si se tratase de una movilización popular unitaria. Ante este desafío el Reino de España, pueblo y Corona, manifiestan un patriotismo que contrasta con el bajo tono burocrático del Gobierno.

Lo cierto es que el patriotismo es una pasión incluyente por la misma razón que el nacionalismo es una pasión excluyente. El patriotismo hace sentir una identidad común en territorios geográficamente dispersos a personas de diferentes tendencias ideológicas, de lenguas diversas y variadas costumbres y con intereses a veces contrapuestos que han de equilibrarse a través de normas equitativas y solidarias. Lo mismo se puede sentir español el habitante de una isla anclada en lo más occidental del Atlántico que un montañés en las alturas de los Picos de Europa. Todos saben que su bandera es la misma porque representa una norma de convivencia colectiva que legitima unas leyes y establece un patrimonio colectivo que garantiza su autonomía privada. Se es español como partícipe de un proceso histórico y un marco cultural que no han sido inventados ni preservados por el capricho personal de nadie sino como consecuencia del devenir histórico de sucesivas generaciones que conocen el acervo de sus antepasados y que lo conservan para sus descendientes. No se es nación porque lo proclame un señor como Puigdemont o lo firmen irregularmente unas docenas de diputados de un círculo partidario.

Una nación es un tránsito integrador al que no solo se incorporan los que nacen en su territorio sino los que se nacionalizan desde la emigración o desde el trabajo. Como un organismo viviente la nación pasa por trances de expansión y de retracción sin dejar de ser ella misma. Es un proyecto ambicioso cuya imagen se proyecta más allá de sus límites y que intercambia sus bienes materiales y espirituales con otras entidades de similar configuración soberana. El patriotismo incluye razas diferentes, folklores diversos, compatriotas dispersos separados por los mares o residentes en otros continentes. La sensación comunitaria no está basada en la uniformidad estilística ni en el carné de un partido, ni se rompe por las crisis económicas ni se desdibuja por los cambios de régimen. Ni tan siquiera un cambio constitucional rompe la conciencia patriótica sino que es la conciencia patriótica la que puede promover un cambio constitucional.

Todo lo contrario ocurre con el nacionalismo que es excluyente por naturaleza. El nacionalismo empieza por definir a su capricho unos límites territoriales como fundamento de derechos de origen geográfico y no de principios morales. Se apoya en cualquier hecho diferencial, sea idiomático, de raza, de costumbres o de creencias para enmarcar el paisaje de una naturaleza autodefinida como incompatible con la ajena. Hay un “los de aquí” y “los de fuera” que marcan una línea entre aquellos que se consideran próximos por asentimiento y aquellos otros que se consideran lejanos por disenso. No valen las telecomunicaciones, ni los transportes, ni los intercambios. Hay unas líneas trazadas por el capricho nacionalista que dice quién es y quién no es de aquí y quien tiene derecho a gobernar y ser gobernado por “los de aquí”.

El nacionalismo excluyente es una droga venenosa porque quien la toma a pequeñas dosis para hacerse más simpático y cercano al paisanaje intoxicado acaba por desear las grandes dosis que le permiten sueños de megalomanía política sin alejarse mucho de su domicilio habitual. El lema doméstico de “en mi casa mando yo” se convierte en la justificación de toda rebeldía contra cualquier otro concepto de autoridad que no emane del pequeño círculo de su tertulia local. Pero con el tribalismo, el feudalismo los reinos de Taifas o el nacionalismo regional es imposible operar eficazmente en la sociedad internacional configurada en Estados. La droga nacionalista crea la dependencia de un territorio como un vasallaje feudal de quien lo pisa. La pertenencia a un fragmento territorial de los recursos humanos que lo habitan es el vínculo que justifica disgregarlos de quienes trabajan en territorios vecinos. No hay legalidad, ideología, historia o empresa política superior al estrecho vínculo impuesto por una limitación del territorio propio. Es un sentimiento vegetativo que trepa en la medida que la dinámica de la historia y la fortaleza de los principios comunes decaen o desaparecen del escenario político. Es como el moho que recubre las piezas olvidadas del ajuar común. Por ello el moho nacionalista se limpia cuando el patriotismo reaparece. Este es el fenómeno que estamos viendo en estas semanas marcadas por el discurso del Rey, la fiesta nacional, las manifestaciones de Barcelona y el apoyo social a las fuerzas de seguridad del Estado.

El señor Carles Puigdemont ha llegado al límite de su propuesta nacionalista excluyente pretendiendo diálogos de tú a tú con el Gobierno como si ya existiesen separaciones fronterizas que no existen. No es manía exclusivamente suya. Tiene antecedentes en otros fracasos históricos en los que a veces se han mezclado lo trágico con lo cómico. Tiene precedentes lejanos y tiene atenuantes en la blandenguería que le permitió llegar hasta donde ha llegado. Pero hay que agradecerle el hecho de que haya conseguido despertar el patriotismo incluyente de los españoles. Era difícil porque el partidismo, las ambiciones personales y el cortoplacismo electoral contribuían a adormecer la potencia del Estado de todos los españoles, tan diferentes entre sí que siempre cuesta que caminen unidos. Pero da la impresión de que lo ha conseguido. Determinados hechos recientes que mencionamos como el eco del mensaje real u las manifestaciones constitucionalistas de Barcelona son sintomáticos de un estado de ánimo colectivo que permite que los poderes del Estado se ejerzan sin complejos y con contundencia. Solo cabe esperar que quien debe y puede esté a la altura de las circunstancias y sepa aplicar sin remilgos las facultades que le otorga la Constitución.

Gabriel Elorriaga F.

Ex diputado y ex senador

Gabriel Elorriaga F. fue diputado y senador español por el Partido Popular. Fue director del gabinete de Manuel Fraga cuando éste era ministro de Información y Turismo. También participó en la fundación del partido Reforma Democrática. También ha escrito varios libros, tales como 'Así habló Don Quijote', 'Sed de Dios', 'Diktapenuria', 'La vocación política', 'Fraga y el eje de la transición' o 'Canalejas o el liberalismo social'.

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