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Los fundamentos del drama catalán: épica frente a razón, sobre un empate sociopolítico como telón de fondo

domingo 05 de noviembre de 2017, 17:24h

El pasado jueves 2 de noviembre la Jueza de la Audiencia Nacional, Carmen Lamela, no sólo tenía previsto un encuentro con el Gobern catalán; también tenía una cita con la Historia. Y no la dejó pasar: esa misma mañana dictó prisión incondicional para todos los miembros del ejecutivo catalán que se presentaron ante el juzgado; es decir, el exvicepresidente Oriol Junqueras y otros ocho exconsejeros, porque su jefe Carles Puigdemont y otros cuatro exconsejeros más permanecieron en Bruselas sin asistir a la Audiencia.

La jueza justifica esta diligencia previa porque considera que, ante la gravedad de los delitos imputados, “existe alta probabilidad” tanto de fuga, como de ocultación, alteración y destrucción de fuentes de prueba, además de “alto riesgo de reiteración delictiva”.

Una lectura atenta del auto dictado por Lamela lleva a una pronta conclusión. Haciendo un símil futbolístico, puede afirmarse que era uno de esos penaltis optativamente pitables. De hecho, el árbitro del otro partido de ese día, el juez del Supremo, Pablo Llanera, no lo pitó, permitiendo que la Presidenta del Parlament, Carme Forcadell, continuara en libertad para preparar su defensa hasta la siguiente semana.

Desde luego, la drástica decisión de la jueza ha tenido y tiene claros efectos políticos. El más evidente reanimar la épica alcanzada el primero de octubre por el independentismo, cuando logró forzar la mano al Gobierno de Rajoy y colocar urnas para votar de forma irregular enfrentando a las fuerzas españolas del orden. En pocas palabras, después de experimentar un cierto declive con los titubeos de Puigdemont sobre la declaración unilateral de independencia, los soberanistas mantienen ahora de su lado la épica, aunque siga sin estar muy claro que tengan la razón política y jurídica.

Fue un periodista catalán, Jordi Évole, nada sospechoso de españolismo, quien desnudó esa carencia de razones en una entrevista con el entonces President, Carles Puigdemont. Évole expuso un argumento sencillo: ¿Cómo es posible que para cambiar un directivo de la televisión catalana sea necesaria una mayoría cualificada en el Parlament y para romper con España baste una simple mayoría? La respuesta de Puigdemont fue para grabarla en bronce. Después de una evidente vacilación musitó: “es que era el único modo en que pudimos hacerlo”. Rápidamente, el periodista replicó que no era cierto, que existía otra vía, realmente democrática: esperar a tener más adelante la mayoría cualificada necesaria. Puigdemont no respondió.

Esa falta de respuesta guarda directa relación con la base política del drama catalán: la existencia de un empate sociopolítico entre partidarios y detractores de la independencia de Cataluña. Ninguna de las dos partes tiene una mayoría suficiente para tomar decisiones trascendentales en el Parlament y eso no parece que vaya a cambiar con la elecciones del 21 de diciembre, convocadas a partir de la aplicación del artículo 155 de la Constitución, que, como en muchas otras constituciones europeas, permite intervenir un gobierno regional o estadual cuando rompe con el consenso constitucional del país.

Ahora bien, si no existe una mayoría suficiente para cambiar el estatus quo, la razón jurídica y política queda del lado de los detractores catalanes de la independencia. Y si se suma a ello el peso del consenso constitucional español, del que el pueblo catalán fue abanderado, entonces la ruptura con esa legalidad constituye ineluctablemente un delito apreciablemente grave. Es decir, la razón jurídica asiste a la jueza Lamela para tomar medidas precautorias drásticas. Puede tomarlas. Pero no son políticamente aconsejables.

En casos como este siempre se alude a la sana crítica (o el sano juicio) que los jueces utilizan para interpretar las imputaciones y las pruebas, en orden a emitir un determinado auto. Y no hay duda de que un componente de esa sana crítica guarda relación con los posibles efectos que cause la decisión judicial. Todo parece indicar que la jueza Lamela no le ha dado mucha importancia al efecto político que su decisión de mandar a prisión a los dirigentes soberanistas puede tener en Cataluña. Mucho más prudente parece el cálculo del juez del Supremo, Pablo Llanera, que lleva el caso de la mesa del Parlament (tal vez influya en su sana crítica el hecho de haber sido presidente de la Audiencia Provincial de Barcelona).

Es difícil imaginar que los independentistas que piden la libertad de los presos políticos en España no sepan que están falseando un tanto el argumento. En España hay políticos presos, no presos políticos. Pero en el estado emocional que se encuentra la sociedad catalana, el encarcelamiento de los dirigentes en Madrid resulta un precioso combustible para mantener -e incluso aumentar- la épica del movimiento secesionista. A pocas semanas de las elecciones catalanas no tiene buen pronóstico esa cuasi certeza con la que las fuerzas constitucionalistas encaraban la posibilidad de ganar al soberanismo en las urnas. Todo indica que el empate sociopolítico permanecerá.

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