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El hedor de La Manada

jueves 16 de noviembre de 2017, 12:19h

Si algo hay más horrible que la salvaje agresión que esos cinco machos recalentados llevaron a cabo en los sanfermines de 2016 contra una joven de apenas dieciocho años a la que violaron en masa, aprovechándose de su embriaguez y su miedo, eso que supera el horror de aquella noche en un portal de Pamplona no es otra cosa que la reacción de una parte de la sociedad, medios de comunicación incluidos, que trata de justificar la brutalidad de quienes se hacen llamar "La Manada", poniendo en duda la actitud de la víctima, acusándola poco menos que de haber consentido, si no incitado, a sus agresores,

Que haya salvajes frustrados en su día a día que necesiten perderse en la multitud y el alcohol de una noche de fiesta para desatar sus complejos más oscuros puedo llegar a creerlo. Lo que ya me resulta increíble es que haya una familia, supongo que habrá en ella madre y hermanas, que, para aliviar la culpabilidad de su "niño" contraten detectives para husmear en la vida de la víctima a la búsqueda de comportamientos o actitudes que justifiquen la salvajada del hijo de su cliente, como esos cerdos que hozan la tierra en el monte, a la búsqueda de las trufas que luego se queda su amo. Desespera y cómo comprobar que la sangre, la tradición y eso que esconden bajo el manto de la cultura sigue valiendo para justificar lo injustificable, para justificar desde el grupo, el clan, y sus falsas razones lo que, de uno en uno y desde el otro lado de la tragedia, aborrecerían.

Pero esa basura está ahí, conviviendo con nosotros, y no es tan difícil toparse con ella. A veces basta con encender el televisor una mañana y encontrarse en él con un tal Nacho Abad, experto en morbo y manipulación, eso que todo buen periodista debería esquivar, al frente de un despliegue tecnológico encaminado a encontrar en las grabaciones que aquella noche hicieron las cámaras de vigilancia de las calles de Pamplona, algún gesto, alguna sonrisa, alguna mirada, que diese a entender complicidad entre la víctima y sus agresores, como si querer pasárselo bien o, incluso, coquetear con uno de ellos pudiese interpretarse como el consentimiento para lo que luego ocurrió.

La defensa de esos cinco energúmenos, todos lo son, sea cual sea su papel en la agresión, argumenta también que la joven, una vez en el portal, no opuso resistencia, ignorando que, ante la superioridad del grupo, el aparente asentimiento, que no consentimiento, no es más que una forma de defensa, una minoración de los daños, en una situación en la que puede estar en juego la vida.

Nadie en su sano juicio puede pensar que, con dieciocho años y en uso de sus facultades, una mujer acceda a dejarse manosear y penetrar de todos los modos imaginables por cinco hombres. Por eso no soy capaz de entender a quienes tratan de justificar lo ocurrido. No soy un pacato en cuestión de sexo y no descarto nada en él, siempre que haya consentimiento consciente entre quienes lo practican. No me puedo imaginar, por eso, en medio de una situación como aquella. Una situación, no sólo buscada, sino anunciada por los agresores, que, camino de Pamplona, imaginando lo que pensaban hacer y una vez cometida su tropelía se pavonearon en "las redes" con el trofeo de la grabación de aquello, como los cazadores posan con su trofeo después de abatirlo.

Produce arcadas saber que compartes la calle o un asiento en el metro con personajes así, pero más las produce que el juez que ha de decidir la pena para los acusados haya admitido la inclusión en la vista de ese informe despreciable de un detective de parte, porque al juez no deben importarle lo que ocurrió antes o después de la agresión, porque una mujer, una mujer cualquiera, no necesariamente la víctima, cuando dice no o cuando, ante la presión de un grupo como aquel, no encuentra fuerzas para decirlo, debe ser protegida por la ley.

Sin embargo y por desgracia, en ese juicio podemos esperar cualquier cosa, porque la manada, las manadas se manifiestan de muchas formas, dejando siempre su hedor allá por donde pasan.

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