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Sin perdón

lunes 07 de mayo de 2018, 07:41h

Ahora que ETA representa su última pantomima pública, ahora que ETA anuncia su disolución definitiva, ahora que ETA firma su partida de defunción, rememoro muchos de los episodios criminales activados por sus comandos terroristas. A lo largo de los llamados años de plomo, enrolado yo en los Informativos de la Cadena SER, cuando ETA mataba a destajo, me tocó cubrir sus repetidas salvajadas. Informar de aquello fue muy duro y por muchos que sean los años pasados conservo en la memoria todos los detalles de aquella barbarie inhumana. Contemplé entonces atrocidades indescriptibles marcadas por la sangre, la destrucción, el miedo y la muerte.

En algunas ocasiones, avisados por los vecinos testigos de la tragedia, los reporteros de la SER nos personábamos en el lugar antes incluso que las unidades de la policía o las ambulancias de asistencia sanitaria. Perplejos y acongojados, perdidos en un escenario de carreras y gritos, incorporados repentinamente al drama, nos movíamos entre escombros humeantes, llamaradas infernales, hierros retorcidos, cadáveres amputados y heridos implorantes. En otras ocasiones, alcanzado por un disparo descerrajado a quemarropa, la víctima de ETA yacía sobre la acera, tapada con una manta piadosa que no cubría el charco de sangre que se derramaba por uno de sus extremos.

Los que por allí pasaban, paralizados aún por el horror, apenas podían contestar a las preguntas del periodista: “escuché varios ruidos secos, como petardos de feria, y vi correr a un joven que llevaba una pistola en la mano”. Alguno de los presentes, con los ojos cuajados de lágrimas, improvisaba una oración susurrada. ¿Quién puede olvidar algo así? ¿Quién puede perdonar algo así? Durante muchos años escenas como las descritas se repetían en muchas ciudades y pueblos de toda España, especialmente del País Vasco y de Navarra. Madrid fue uno de los objetivos prioritarios de ETA. Recuerdo especialmente el atentado perpetrado por la banda en la madrileña plaza de la República Dominicana.

El 14 de julio de 1986, a primera hora de la mañana, el comando Madrid reventó un autocar repleto de agentes jóvenes de la Guardia Civil. Minutos antes de la explosión, camino del trabajo, mi mujer circulaba por una de las avenidas que desembocan en el lugar. Mi hija, que solo tenia seis años, dormitaba en el asiento trasero del automóvil. La onda expansiva destrozó centenares de viviendas, entre ellas la de mis padres. Salieron ilesos, aunque la impresión quedó para siempre en su recuerdo. El panorama que vi cuando llegué a la plaza me dejó sobrecogido. Una niebla densa, caliente y grisácea envolvía toda la zona.

Desprovistas de marcos y persianas, las ventanas a la vista semejaban huecos siniestros. En la penumbra de aquellos cajones vacíos se percibían caras despavoridas. Desalojados con premura los heridos, se había cubierto el vehículo atacado con grandes lonas. Por las rendijas del cobertor se apreciaban, como muñecos desmayados y ensangrentados, los cuerpos de los guardias asesinados. Sobre el suelo, abierto y encharcado, se acumulaban los cristales rotos y los cierres de los comercios colindantes. La metralla del artefacto aparecía incrustada en las fachadas próximas y los arboles cercanos, desnudos de ramas y hojas. Los etarras habían manipulado los semáforos de la red viaria. Cuando el transporte arribó al punto señalado, el disco viró de verde a rojo. El autobús quedó parado a la vera del coche cebado con explosivos y chatarra. Doce agentes murieron en el acto.

La matanza que acabo de retratar es un epígrafe más del historial terrorífico de ETA: más de 850 muertos, miles de heridos, centenares de mutilados, decenas de secuestros, multitud de extorsiones y amenazas. Muchísimos ciudadanos del País Vasco y de Navarra, señalados y perseguidos por ETA, tuvieron que abandonar su tierra natal y refugiarse en otros puntos de España. Este escribidor forma parte de la inmensa mayoría de españoles que rechazamos y condenamos el relato nauseabundo que sobre su existencia nos pretende imponer ETA. Lo hecho por ETA no ha tenido, ni tiene, ni tendrá nunca justificación alguna. No se merecen el perdón de los españoles y con esa condena caminarán por la vida.

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