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Nombres olvidados para siempre

sábado 03 de noviembre de 2018, 12:47h
Despierta un día y mira enfrente el oscuro artefacto del que no recuerda su nombre. Sabe su función, guardar la ropa, pero una extraña desazón le invade porque por más que rebusca en su memoria no sabe citar a aquel tumulto de madera con puertas que tienen un ruido seco y resinoso. Las abre y las mueve de manera repetida pensando que con el ruido le vendrá el nombre. Pero algo así como un aire ahogado le circula por la cabeza. Comprime las esquinas de su mente. ¿Cómo ha podido olvidar el nombre de ese mueble gigantesco que ocupa la pared de rincón a rincón, que es el primero que recibe el aire fresco y la blanca luz que el alba difunde por el amplio ventanal?

Le mira el vientre. Las profundas estanterías, el orden de la ropa tumbada o colgada en perchas, oh sí ese nombre sí lo recuerda, y lo repite cien veces para que pueda ser un río que le llene la oscuridad de su cabeza, el ruido de una cascada de conocimiento invadiendo la ignorancia que le oprime. Roza con los dedos los pantalones, las camisas, el abrigo, incluso se pone alguna prenda pero no se abre ninguna cortina en su mente. No aparece el actor declamando el nombre de las cosas. Recuerda que mientras leía a Cioran se preguntaba por la maldad de aquel virus profundo que arañaba, quemaba, secaba, destrozaba sus neuronas poco a poco. Se preguntaba con ajena angustia adónde habrían ido a esconderse tantas lecturas, adonde la amarga sabiduría, la agudeza misteriosa. Todo se había ido por esa insondable alcantarilla que crece adentro. Ojeó uno de sus libros. Lo abrió por cualquier página. "Ya nada existe, salvo una plenitud sin contenido que es la única manera de rozar lo supremo".

Ojalá, se dijo, que este vacío sea plenitud. Pero los olvidos repentinos que envolvían su ser más lo llevaban a la zozobra que a la metafísica. Un día se encontró en el parque sin recordar el camino de vuelta a casa. Otro descubrió, frente a un libro, que no podía leer. Algo oscuro y pastoso se interponía entre sus ojos y las páginas. Le costaba seguir la conversación. Olvidaba fechas fundamentales. Cambiaba de lugar los utensilios y luego no recordaba dónde los había puesto. Doctor Alois Alzheimer. 1907. Deterioro, no necesariamente senil, del cerebro. Una depreciación neurovegetativa, de la que hoy en día no se sabe que la produce ni cuál es su cura. Lo sabía pero también sabía que cada día era menos consciente de eso. Una manto de ausencia le iba envolviendo, más y más, hasta sentirse ajeno y perdido. Lugares, libros, amigos, familiares, objetos, todo iba perdiendo su nombre para siempre. La cabeza se seca como una rosa en el desierto. Hay que destinar más recursos contra esta peste moderna, que se extiende, que ataca lo que más llena lo que somos, el recuerdo.
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