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El amargo despertar de un sueño

lunes 05 de noviembre de 2018, 15:49h

Hubiera sido una jugada brillante, una carambola notable, una paradoja perfecta. Habría sucedido así: un tipo joven, ligero de equipaje, que confesó a Bertín Osborne haber regresado a la política para ser alguien en la vida, aprovechando la bronca social y el 'entrismo' de los radicales, lograba recuperar la dirección de su partido y desde ahí, utilizando uno de esos matrimonios políticos por interés que permite algunas veces el sistema parlamentario, alcanzaba su particular sueño húmedo de llegar a la Moncloa; pues bien, ese mismo tipo, rodeado de incondicionales, chulapas y un adulto mayor participante por vanidad, además de dedicarse a proclamar por medio mundo que ya era el mandamás en España, lograba alcanzar un éxito espectacular: sentar inopinadamente al independentismo en una virtual mesa de negociaciones y a base de idas y venidas, regates y fintas, conseguía encontrar una solución al conflicto en Cataluña, resolviendo así la mayor crisis que haya enfrentado España desde la guerra civil.

No me digan ustedes que no estaríamos ante una de esas vueltas memorables que contadas veces da la vida y la historia. No es frecuente dominar al dragón de la coyuntura y conseguir el tesoro de la virtud, desde una experiencia divergente y armas poco edificantes. Pero algunas veces sucede. ¿Sucederá esta vez?

Desde luego, hay que admitir que esa venturosa posibilidad ha enfrentado desde su inicio una buena cantidad de obstáculos de distinto orden. Creo que la traba más importante consiste en la nula disposición del secesionismo de moverse ni un ápice de su propósito: romper con el resto de España. No es casualidad que la presidencia de la Generalitat haya ido cayendo en manos de personajes cada vez más sectarios. Tomar buena nota de esa circunstancia era fundamental para poder lanzarse a la aventura de proponer una solución “política” del conflicto en Cataluña.

En efecto, una solución política sería posible si el independentismo aceptara que el origen del 1-O del pasado año fue la ruptura de las reglas del juego democrático, en esas sesiones memorables del 6 y 7 de septiembre. Si de verdad entendieran eso que hoy dice Tardá de que no se puede decidir la independencia con menos del 50% de la ciudadanía catalana, estaríamos en otras circunstancias. Por eso coincido con lo recientemente dicho por Felipe González en su entrevista al diario El País: lo del 6 y 7 de septiembre fue el verdadero golpe de estado, no tanto así su funesta consecuencia, el primero de octubre. El problema es que Torra y sus adláteres siguen hoy dispuestos a saltarse las reglas del juego sin ninguna vacilación. ¿Qué solución política dentro del marco constitucional es así posible? Porque si la respuesta a esa pregunta es negativa, entonces todo esfuerzo en avanzar por esa vía se convierte en una concesión al secesionismo.

También hay obstáculos desde la acera opuesta. Para poder negociar y hacer concesiones al secesionismo, tal y como están las cosas, se necesita tener mucho margen de maniobra. Y el Gobierno de Sánchez posee mucha menos de la que asegura tener públicamente. En efecto, hoy resulta condición sine qua non para el secesionismo la total absolución de los juicios iniciados contra sus representantes. Ya lo ha dicho el energúmeno Torra: o el Gobierno arregla eso o no votaremos a favor de sus presupuestos. Y ahí Sánchez pincha en hueso. La judicatura española ya ha dado muestras inequívocas de su disposición a sancionar con firmeza los delitos contra la Constitución. Un proceso que también es imparable.

En esas condiciones, no importa tanto cuantos puntos suba o baje la intención de voto de tal o cual partido. Simplemente la eventualidad de una solución política negociada en Cataluña no parece posible, al menos en las actuales circunstancias. Todo indica que cualquier solución va a pasar primero por un cambio en la correlación de fuerzas, antes de poder ensayar cualquier tipo de negociación.

En suma, el éxito espectacular, la jugada brillante, la carambola notable, no parece que vaya a tener lugar. Cabe preguntarse que vendrá después de ese amargo despertar del sueño imposible. Al parecer, el primer efecto tendrá que ver con la no aprobación de los presupuestos presentados por el Gobierno. ¿Podrá Sánchez evitar la disolución del Parlamento que suele acompañar ese fracaso? Difícil lo tiene, aunque no imposible.

Eso a corto plazo. Porque a mediano plazo tampoco es fácil otear el horizonte en medio de tanta incertidumbre; la cual, por cierto, se mantendría densa –no hay que confundirse- incluso si el PSOE volviera a ganar las elecciones en Andalucía.

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