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El peso simbólico del nombre

viernes 23 de noviembre de 2018, 08:06h

En mi paso por la psicología académica tuve -no sé si la suerte o la desgracia- de topar con una escuela dirigida por el psicoanálisis lacaniano. Como se sabe, esta corriente psicológica, generalmente usando la lingüística de Saussure, acentuó el interés que ya tenía el psicoanálisis freudiano por la significación del nombre propio. En sus escritos sobre el Nombre del Padre, Lacan se esfuerza por establecer las diferencias de este concepto con el apellido de los individuos. Sin embargo, no abandona la tesis inicial de que, en algunos casos, el nombre propio o el apellido pueden tener una significación de enlace con los demás, o la posibilidad -que tiene lugar algunas veces- de que el nombre sea una depositación que anuda la relación entre el sujeto y los otros.

Sucede que en ocasiones recuerdo vivamente estas reflexiones frente a personas concretas. Voy a poner dos ejemplos que me producen últimamente esta resonancia. Se trata de dos casos de comportamiento opuesto en lo que se refiere a su contenido edificante. Uno se refiere a la reconstrucción de la memoria de mi abuelo materno; el otro alude al diputado de ERC Juan Gabriel Rufián.

Desde pequeño escuche a mis mayores elogiar la figura de mi abuelo materno. Alto funcionario del Gobierno de la República, rechazó la persecución y los paseos de personas y familias de derechas, fue militante de Izquierda Republicana y fiel a los sucesivos gobiernos de la República sin distinguir su tendencia política y, cuando cayó Barcelona al final de la guerra, no aceptó las ofertas de exilio dorado que se le ofrecieron. Simplemente regresó a Madrid y se reincorporó al puesto ministerial que ocupaba. Por supuesto, no pasó un mes sin que le detuvieran y fuera víctima de uno de esos juicios militares de la postguerra. No aceptó denunciar a otros colegas y –como no pudieron acusarle de delitos de sangre- fue juzgado por “auxilio a la rebelión” (sic) y le cayeron nueve años de cárcel. Cabe mencionar que algunas de las personas de derechas auxiliadas por mi abuelo, que ocupaban entonces puestos en el nuevo régimen franquista, intercedieron por él, tanto durante el juicio como en la cárcel. Es imposible saber hoy si al menos suavizaron en algo su condena.

Pues bien, siempre me acuerdo de las teorías psicoanalíticas sobre el peso simbólico del nombre cuando reconstruyo la memoria de mi abuelo. Se llamaba Justo Moraga. Don Justo para los conocidos. ¿Pudo marcarle ese nombre en alguna medida en cuanto a su relación con los demás? ¿Contribuyó a la depositación de lo que los otros esperaban de él? Responder estas preguntas haría florecer a muchos lacanianos.

Pues algo semejante me ocurre con Juan Gabriel Rufián, diputado de ERC conocido por su frecuente uso de exabruptos, insultos y desplantes, al que le cabe el dudoso honor de ser el más reconvenido en el Congreso desde que asumió y recientemente expulsado de la sala en medio de un enfrentamiento memorable con el Ministro de Exteriores Josep Borrell.

Sabemos que Juan Gabriel creció en Barcelona formando parte de una familia de inmigrantes (tiene a gala ser un charnego), puesto que sus padres procedían de Jaén. En algún lugar he visto o leído que su infancia no estuvo exenta de alguna suerte de ribetes xenofóbicos y de bromas respecto de su apellido. Es de suponer que esas bromas le hayan perseguido hasta la fecha. Pues bien, en la perspectiva psicoanalista quizás pudiera hacerse la siguiente suposición.

Se sabe que el sustantivo rufián, más allá de su evolución etimológica, es entendido regularmente como una persona infame, tendencialmente matón, irrespetuoso, que resulta despreciable a casi todo el mundo. Ahora bien, resulta que Gabriel pertenece a una bancada secesionista que no cree en el Congreso español y que lo utiliza sobre todo para emitir sus planteamientos independentistas. En ese contexto, tener una persona que juega el papel de enfant terrible y lo hace de forma procaz e irrespetuosa, por cierto violando unas normas y reglamentos en los que no se cree, puede resultar funcional. Se trataría simplemente del aderezo picante del plato secesionista. Por ello muchos comentaristas piensan que el comportamiento estrafalario de Rufián es algo bastante premeditado. Podría ser, pero entonces cabe la pregunta: ¿Es casualidad que esa persona se llame así, y parezca actuar haciendo honor a su nombre?

Cualquier lacaniano diría que no es casualidad y plantearía la hipótesis de que Juan Gabriel ha ido construyendo la oportunidad de usar el sentido despreciable del sustantivo que refiere a su apellido, para hacer un giro que le reivindica. Hoy su comportamiento como un verdadero rufián es funcional a una causa que parece justa. Por eso, igual que ahora tiene a gala ser un charnego (algo que antes era peyorativo) puede sentirse orgulloso de tener un comportamiento rufianesco frente a una España que desprecia. Ser cabalmente Rufián es finalmente socialmente valorado. Algo así como llamarse Bandido en un reino injusto.

Desde luego, esta teoría se hace desde una corriente de pensamiento, el psicoanálisis, que se basa en lo que su fundador llamó alguna vez “intuiciones científicas”, algo que hoy ha dejado de tener mucho crédito. Pero no puedo evitar recordarlas cuando parece tener algún sentido en determinados casos concretos.

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