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Retrato muy personal de Alfredo

lunes 13 de mayo de 2019, 07:47h

Tomaba café con Elena Valenciano en una cafetería próxima a la sede central del PSOE. Se levantó al verme y me saludó con la cordialidad de siempre. Se había retirado ya de la política activa. Fue la última vez que hablé con Alfredo Pérez Rubalcaba. Nos conocíamos desde los tiempos lejanos de la primera victoria de Felipe González. Por aquel entonces, en 1987, “el cojo Manteca” reventaba a golpes de muleta el mobiliario urbano madrileño que se encontraba a su paso. Vagabundeando por España desde su Mondragón natal, acababa de recalar en Madrid. Por pura casualidad se camufló en una manifestación de estudiantes airados que protestaba contra las reformas de José María Maravall, el primer Ministro socialista de Educación en la democracia recuperada. Las cámaras de seguridad del Banco de España retrataron la furia de aquel chaval impedido, punk, marginado y marginal, que se hizo famoso sin proponérselo.

Con aquel mar de fondo, se embarcó Alfredo Pérez Rubalcaba en su larga travesía de servicios a la Patria. Le conocí en el viejo Caserón del Ministerio, recién nombrado Secretario de Estado. Fuimos presentados por un amigo común, periodista también, que colaboraba con él. Rubalcaba me causó una impresión excelente: se sabía de memoria el temario educativo y defendía sus ideas explicándolas divinamente. Afable, inquieto, irónico, inteligente, dotado de un sentido del humor un tanto pícaro, hablamos largamente de política y de la frustración que a ambos nos producía que la Quinta del Buitre no hubiera ganado la Copa de Europa. Rubalcaba ya era un maestro de la sutileza y la estrategia. Durante años había flotado en el alambique endemoniado de la Federación Socialista Madrileña, que aún hoy sigue abrasando a sus dirigentes. Rubalcaba conocía la fórmula adecuada para evitarlo, debido probablemente a su formación como químico.

El segundo encuentro que me viene a la memoria, de los muchos que he mantenido con él en mi vida profesional, se desarrolló en los pasillos funcionales y luminosos del entramado gubernamental de la Moncloa. Una obra suya que convirtió la alquería presidencial en un complejo de edificios y oficinas, con su correspondiente búnker de seguridad incluido, pensado para dotar al Presidente de todo lo necesario para gobernar un país moderno y democrático. Caminábamos juntos hasta la sala donde la TV en la que entonces trabajaba, Telemadrid, se disponía a grabar la entrevista a Felipe González, muy pocos días antes de que José María Aznar le ganara las elecciones. Mientras enchufaban los focos, Rubalcaba analizó conmigo los sondeos previos y me aseguró que si la campaña duraba una semana más, Aznar se quedaba en la oposición. Como sabía que no era posible, me habló de la necesidad de abrir las puertas a las nuevas generaciones socialistas y que él mismo pensaba en la retirada.

No lo hizo. Entró en la ejecutiva que relevó a Felipe González y apoyó todo lo que pudo a Joaquín Almunia, aunque sabía perfectamente que era un caballo perdedor. Y en eso que llegó el bambi Zapatero y Rubalcaba fue arrinconado como tantos otros. Refugiado en Ferraz, se empeñó en aquello que mejor sabía hacer: coordinar, aconsejar, elaborar proyectos y dibujar maniobras políticas. Cuando se acordaron de él, le encargaron un trabajo fundamental: negociar con el Partido Popular la Ley de Partidos Políticos, uno de los instrumentos más eficaces de los que se ha dotado el Estado para derrotar a ETA. Muchos analistas le atribuyen también la estrategia que llevó a Zapatero a la Moncloa. Fuera así o no, y yo creo que es cierto, Rubalcaba volvió a tirar del carro: Portavoz en el Congreso, Ministro del Interior y Vicepresidente, todo un maratón para un político que pensaba retirarse en 1996.

La pésima gestión que Zapatero aplicó a la crisis económica acabó con él y arruinó las expectativas electorales del PSOE. A Rubalcaba le tocó entonces peregrinar con las tribus socialistas por el desierto político que les esperaba en el camino. La mayoría absoluta de Mariano Rajoy era inevitable y Rubalcaba lo veía muy claro. Después de perder las generales y las europeas, en la noche triste de aquel 25 de mayo de 2014, sus compañeros de partido lo dejaron abandonado en la cuneta. De nada le valieron los muchos años de servicio a España y al socialismo democrático, ni que tumbara al terrorismo de ETA, ni que cargara sobre sus espaldas con el miedo y la desesperanza de un partido sin futuro alguno, los que tenían facturas pendientes entregaron a Pérez Rubalcaba el finiquito político que guardaban en sus cajones miserables. Muchos han tratado de eliminarle de la historia contemporánea de España, pero muchos más pensamos que Rubalcaba ha sido el hombre clave en el devenir reciente del PSOE y uno de los más representativos de todos sus dirigentes desde que el Partido Socialista salió de las mazmorras del franquismo. Por todo ello, en la tristísima despedida a un patriota comprometido y progresista, con toda la admiración y el aprecio del que soy capaz, le dedico este retrato tan personal como sincero.

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