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Por una vejez digna

Campeones del autosabotaje

domingo 26 de mayo de 2019, 11:16h

Los valores han sido postergados en nombre de la eficacia, de la rentabilidad y de los beneficios, no es extraño que muchos se encuentren desorientados y se debatan entre la farsa de actuar, vestirse y hasta hablar como si fueran jóvenes, y ya no lo son sino personas mayores envejecidas para las exigencias del sistema, mientras otros enmudecen, se apartan, se ‘enferman’ para poder hablar con médicos y enfermeras o se van haciendo invisibles y buscan sus espacios, horarios y la disminución de sus necesidades porque creen que molestan. Muchos llegan a campeones del auto sabotaje.

No puede admitirse que la sociedad no reaccione ante este nuevo dato del envejecimiento cada vez más prematuro en relación con el mayor número de años de vida, o de sobre vida. Tampoco cabe la exaltación de la vejez, la enfermedad y la muerte, estilo Whitman o Boris Groys, pero sí hay que reconocer, con Philip Roth y tantos otros pensadores realistas, que la vejez es una faena irremediable que puede llevar aparejadas la humillación, la marginación y el dolor de estar vivos. Por no habernos educado ni preparado para asumir del mejor modo esta realidad del envejecimiento y de los deteriores consiguientes, mientras todos los esfuerzos se habían dirigido a prepararnos “para ser personas de provecho”, económico se entiende, para afrontar la adolescencia, la juventud, la responsabilidad social, mientras no se habían cuidado de resaltar los valores que se encuentran en esos años de vida añadidos a los periclitados sistemas económico, político y social.

Pero algunos se han puesto en pie para analizar la situación, estudiar los problemas personalizados, corrigiendo el planteamiento anterior que buscaba la resignación y hasta la recompensa de un hipotético “Más allá”. Es preciso vivir para ser felices, para ser nosotros mismos, aquí y ahora, en un crecimiento que busca la plenitud en cada instante y no el ser tratados como objetos o instrumentos de producción, de consumo o de asistencia social. Es más, mucho más, se trata de una revolución inaplazable que tenemos que abordar al tiempo que hacemos frente a esa bomba de destrucción masiva que es la explosión demográfica.

Hemos caído en la trampa de que vale más lo que más cuesta. Así, hemos asumido con la mayor naturalidad que nos eduquen para ser “personas de provecho”, “útiles”, “para conseguir un buen trabajo”, “para tener títulos y capacitaciones que permitan entrar en el mercado de trabajo”. ¡Hasta hemos permitido que nos consideren recursos humanos, buenos para ser explotados! Porque, aunque la vida no tuviera sentido, o no acertáramos a descubrirlo, tiene que tener sentido el vivir aquí y ahora, solos y en compañía.

Nadie dice a los jóvenes y a los niños que la educación tiene como objeto primordial ayudarles a ser felices, a ser ellos mismos para poder afrontar las circunstancias cambiantes de la existencia. Actuamos como si tuvieran que aprender a vivir para trabajar, en lugar de trabajar lo necesario para poder vivir con dignidad, felicidad y armonía. Por eso procuramos doblegarlos desde la infancia, mediante la coacción y el temor, para que obedezcan, para que no pregunten, para que callen y se repriman en lugar de ayudarles a florecer su inmenso caudal de energía. Dentro de un orden, por supuesto, Pero un orden como resultado de la libertad compartida, de la búsqueda no de un deseo, porque el ser humano nace para realizarse en la vida al poder responderse a la pregunta fundamental “¿Quién soy yo?”

Tan pronto como consiguen su primer trabajo remunerado, ya no hay más tarea ni objetivo que trabajar y producir para tener cuanto más, mejor; en lugar de cuanto mejor, más. Así está estructurada la sociedad de consumo: tienes que tener para que te acepten, no para que te respeten y te acojan como persona valiosa y fundamental en la sociedad.

Con toda naturalidad, se ha asumido que, al dejar de producir, hay que aparcar a las personas mayores, para que no molesten, para que dejen su puesto a los más jóvenes, para que se ocupen de sus dolencias y de sus goteras. Por eso proliferan lo que yo llamo “aparcamientos de los improductivos”, sin reparar en que las personas mayores, en todas las culturas que han contribuido al auténtico progreso de la humanidad, han sido respetadas y veneradas bajo la ley no escrita pero sagrada de la comunidad.

En China sería una falta de educación tremenda decirle a una persona mayor “¡Qué joven la encuentro!” En toda África y en India, así como en la América precolombina, a los ancianos se les ofrece el mejor asiento y los bocados más tiernos, se les consulta, se les escucha en silencio, se les facilitan las cosas para que sus vidas maduren en paz y con sosiego del que se beneficia toda la comunidad. Porque las personas mayores son el bien más preciado de la gran familia que compone una sociedad bien estructurada.

Hay que pedirles que no intenten ser otras personas distintas, así se convertirán en personas maduras. La madurez es aceptar la responsabilidad de ser uno mismo.

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