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Isabel Allende y la dramatización de la guerra civil

miércoles 14 de agosto de 2019, 07:43h

El festival de cine de San Sebastián muestra de nuevo que la guerra civil española sigue siendo fuente de relatos literarios o cinematográficos. De las tres películas españolas candidatas a la Concha de Oro, dos se sitúan en ese momento histórico: “Mientras dure la guerra” de Alejandro Amenabar y “La trinchera infinita” de Jon Garaño, Aitor Arregi y Jose Mari Goenaga. También muestran ambos films que existe un cambio en la percepción del conflicto que se aleja de las versiones épicas y glorificadoras que se han mantenido por demasiado tiempo.

En efecto, no sólo la historiografía ha cambiado su curso para mostrar una visión menos unilateral de la Segunda República y la Guerra Civil (y no estoy hablando de los llamados revisionistas, estilo Pio Moa), sino que también la literatura lo está haciendo cada vez más. Desde luego, la ruptura más abierta con la vieja percepción épica del conflicto fratricida puede situarse a comienzos de este siglo, con la recuperación definitiva de libro de relatos de Manuel Chaves Nogales “A sangre y fuego” escrito por el periodista republicano en 1937.

Para este autor, que se consideraba únicamente “un ciudadano de una república democrática y parlamentaria” la guerra civil era principalmente una carnicería fratricida. Y mostraba así su rechazo de ese escenario en el prólogo de su libro: “Los «espíritus fuertes» dirán seguramente que esta repugnancia por la humana carnicería es un sentimentalismo anacrónico. Es posible. Pero, sin grandes aspavientos, sin dar a la vida humana más valor del que puede y debe tener en nuestro tiempo, ni a la acción de matar más trascendencia de la que la moral al uso pueda darle, yo he querido permitirme el lujo de no tener ninguna solidaridad con los asesinos. Para un español quizá sea éste un lujo excesivo”.

Afortunadamente, en las últimas décadas, una serie de autores, como Lorenzo Silva, Javier Cercas, Jorge Martínez Reverte, Arturo Perez-Reverte, presentan en su narrativa una versión de la guerra civil con menos glorificación heroica, que muestra su grave complejidad.

Por eso me ha sorprendido negativamente el paso atrás que representa la nueva novela (histórica, aunque le moleste el adjetivo) de Isabel Allende, “Largo pétalo de mar”, que cuenta las vicisitudes de los republicanos españoles que fueron trasladados a Chile en el carguero Winnipeg, la nave fletada por Pablo Neruda en agosto de 1939. No me interesa hacer una crítica literaria de un relato cuyas dos terceras partes trata de las vidas amorosas de algunos de los personajes cuando ya se instalan en Chile. Baste decir que Corín Tellado no lo hubiera hecho tan manido. Lo que me interesa destacar es la visión que presenta en el primer tercio de la novela sobre la guerra civil y la búsqueda de refugio en Francia de los republicanos derrotados.

Desde luego, Isabel Allende no forma parte de la narrativa que respeta mucho la historia cuando trata temas históricos. Eso pude comprobarlo cuando estaba preparando mi narración sobre la increíble vida del senegalés Juan Valiente (“El osado negro Juan Valiente” Silex, 2016), quien fuera criado del secretario de Hernán Cortés en México y llegó a ser lugarteniente del conquistador de Chile, Pedro de Valdivia. Sin embargo, la autora ni menciona al capitán Juan Valiente cuando da cuenta del circulo próximo de Valdivia en su relato “Inés del alma mía” (esperemos que TVE corrija ese grueso error en la serie que prepara sobre la base de ese libro).

En este caso, Isabel Allende reproduce la imagen unilateral y glorificadora de la guerra civil y para ello no parece ponerse límites. La exageración a la hora de dramatizar conduce a la autora a decir verdaderos disparates. Uno de los más graves refiere a la descripción de la situación de los niños que integran la oleada de refugiados que entran en Francia con la caída de la República. Llega a afirmar que “nueve de cada diez niños perecieron”. Parece que cualquier cosa puede decirse para aumentar la tensión dramática.

Felizmente, la historiografía sobre los niños de la guerra ha avanzado considerablemente. Hoy disponemos de datos bastante confiables. Sabemos que fueron 33 mil los niños que fueron evacuados durante la guerra y que la mayoría fueron repatriados durante los años cuarenta y cincuenta. Y que los niños que integraron la oleada de medio millón de refugiados en Francia alcanzaron la cantidad de 68 mil y que más del 80% de esos niños fueron atendidos por los organismos internacionales (Cruz Roja principalmente) y las instituciones francesas. Desde luego, esas tasas de mortalidad infantil son inaceptables hoy día desde cualquier punto de vista, pero afirmar que murieron nueve de cada diez niños refugiados es simplemente un disparate.

Creo que conviene indicar desde que lugar hago estas observaciones, sobre todo para evitar el maniqueísmo guerracivilista. Soy hijo de un oficial del ejército republicano que nunca renunció a su defensa de la legitimidad de la República. Pero que eso no le impidió identificar la guerra civil como algo que, más allá de actos heroicos puntuales, acumuló una cantidad inmensa de miseria física y moral. Un episodio nacional del que los españoles no deberíamos sentirnos precisamente orgullosos. Por ello considero que tratar narrativamente este drama no debería ocultar su naturaleza compleja y en muchos sentidos poco edificante.

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