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Bolivia, al borde de la guerra civil

martes 19 de noviembre de 2019, 19:32h

A mediados de 2016 me encontraba recorriendo Bolivia para preparar un informe sobre políticas sociales, principalmente hacia los pueblos indígenas. De regreso a La Paz me pareció que el clima de crispación social era realmente preocupante, no sólo por las graves divisiones sociopolíticas sino por el grado de acritud con que se manifestaban, sobre todo en las organizaciones indígenas recientemente intervenidas por el Gobierno de Evo Morales. Cuando expresé mi inquietud a un colega de la boliviana Fundación Jubileo, comentándole que me parecía que iba a estallar un peligroso conflicto, el hombre sonrió y me indicó que el tremendismo era una seña de identidad de la historia política del país, que no me asustara tanto.

He recordado aquella conversación estos aciagos días en que el conflicto ha terminado estallando y el inamovible Presidente Evo se encuentra ya asilado en México. Pero algo de razón tenía entonces mi interlocutor, todavía faltaban tres años para que el tremendismo amenazante se convirtiera en conflicto violento.

Varios observadores sitúan el origen de la presente crisis en febrero de 2016, cuando el 21 de ese mes Morales perdió el plebiscito que había convocado para superar la restricción constitucional de postular al cargo de Presidente por tercera vez. Pero esa es una lectura parcial de los antecedentes del conflicto actual. En realidad, la derrota en el plebiscito fue la expresión abierta de una división sociopolítica mas profunda. Reflejaba el agotamiento del Pacto de Unidad, la alianza entre el movimiento campesino, las organizaciones indígenas y los sectores medios atraídos por la propuesta izquierdista del MAS, que había constituido la base de sustentación del poder de Evo Morales desde 2005.

De 2010 a 2016 el choque entre los sindicatos campesinos y los movimientos indígenas, que mantienen una histórica discrepancia en cuanto al uso de la tierra, se agudizó por los problemas que generaba el modelo económico rentista y extractivista, que amenazaba varios territorios indígenas. Quizás su expresión más clara fuera la marcha indígena en 2011 por la protección del parque protegido (el TIPNIS) y el desarrollo de una oposición creciente en el seno de las principales organizaciones históricas indígenas (CIDOB y CONAMAC). La reacción de Morales fue drástica: acusados de traidores, sus sedes principales fueron intervenidas por las fuerzas de seguridad.

Paralelamente, las clases medias urbanas empezaban a tomar distancia del MAS, sobre todo en el ámbito municipal. La pérdida en las elecciones locales de los principales núcleos urbanos y, en especial, el simbólico núcleo del Alto, incrementaron las recciones violentas de los partidarios de Morales. Estaba desarrollándose así la “nueva oposición”, que se sumaba a la “vieja oposición” de sectores políticamente diversos. Y aunque esa dispersa oposición (vieja y nueva) no fuera capaz de articularse como alternativa, mostró su amplitud al derrotar a Morales en el plebiscito convocado por el propio mandatario.

Llego así la pérdida de legitimidad del régimen. Hasta entonces, el poder regimental de Evo había contado con una mayoría en las urnas. Es cierto que ello se basaba progresivamente en una combinación de rigidez autoritaria y clientelismo, pero se justificaba mediante las victorias electorales. Por cierto, una de las principales conclusiones del informe sobre políticas sociales era que las acciones para reducir la pobreza, que habían sido efectivas, se asociaban cada vez mas a partidas discrecionales. En las consultas a los beneficiarios se manifestaba frecuentemente que las ayudas guardaban estrecha relación con la adhesión al Gobierno. Y entre los que no obtenían las ayudas, el resentimiento era creciente.

Pero lo que dio vuelos a la oposición fue la decisión de Morales y su vicepresidente García Linera de desconocer los resultados del referendo, doblando la mano del Tribunal Constitucional para encontrar una vía jurídica que sorteara el precepto constitucional que le impedía postularse otra vez. La táctica principal esos días consistió en provocar el temor al vacío de poder ¿Qué sería del país sin Evo? ¿Le seguiría un retroceso generalizado del modelo nacionalista? Un argumento que cobraba peso ante una oposición heterogénea.

Así las cosas, la coyuntura económica cambió. En 2016 ya era palpable que las bases del modelo económico comenzaban a fragilizarse con el agotamiento del boom de las materias primas en el mercado mundial. Hasta ese momento el modelo rentista/extractivista había funcionado bien y, a diferencia de su colega ecuatoriano, el equipo económico de Morales se había cuidado de no romper los equilibrios macroeconímicos. Pero, con la disminución de los ingresos nacionales, los presupuestos tuvieron que sufrir recortes sensibles. Desde 2017 comenzó a afectar a los más pobres: la extrema pobreza comenzó a crecer lenta pero sostenidamente.

Había que modificar las bases del modelo. Se decidió potenciar la demanda interna para mantener el crecimiento. Se reorientó el gasto público hacia el comercio y la producción interna. Pero ineluctablemente comenzó a comprometerse el déficit público y a incrementarse la deuda. No obstante, existía alguna confianza en que las reservas eran suficientes como para aguantar hasta que llegaran tiempos mejores.

En 2018 parecía que la recuperación de los precios en el mercado mundial tenía lugar, aunque de forma tambaleante. La coyuntura económica ya no presentaba un horizonte tan oscuro. Pero, para ese momento, la oposición ofrecía una oferta algo más dynamica. Las encuestas en 2018 mostraban que Evo no ganaría fácilmente las siguientes elecciones. Enfrentaba una oposición que mantenía su heterogeneidad, pero que tenía un objetivo claramente compartido, sacar a Morales y el MAS del poder. Y así fue como se conformó la candidatura del expresidente Carlos Mesa, un centroizquierdista que había impulsado las leyes más avanzadas a favor de los pueblos indígenas durante su mandato, entre 2003 y 2005, y que, después de apartarse de la escena durante más de una década, regresó para liderar la coalición Comunidad Ciudadana, que reúne sectores de la vieja y de la nueva oposición, incluyendo un parte importante de las organizaciones indígenas. La campaña electoral para las elecciones presidenciales del 20 de octubre fue particularmente violenta. Las fuerzas de choque del MAS se enfrentaban ahora a contingentes de mineros, indígenas y estudiantes. Pero además aparecía la expresión boliviana de un fenómeno que recorre América Latina: la irrupción en la política de las iglesias evangélicas. Los lideres de esta fuerza, como Carlos Sánchez o Fernando Camacho, se vanaglorian de combinar la fe con la acción callejera (o como les describen sus críticos, avanzar con la biblia en una mano y una pistola en la otra).

Como es conocido, la paralización del recuento de los sufragios tras el 20-O, cuando la oposición acariciaba la posibilidad de ir a una segunda vuelta, constituyó la ocasión deseada por la candidatura de Carlos Mesa para acusar a Evo de hacer trampa de nuevo. La memoria del 21-F regresó con fuerza. La presión nacional e internacional obligó al Gobierno de Morales solicitar una Misión de la OEA que revisaría el resultado electoral. Evo la aceptó quizás confiado en que el Secretario General de la OEA, Luis Almagro, había aceptado como legítima la postulación de Morales. Pero el informe de la Misión señaló notables irregularidades. La reacción inmediata de Morales fue rechazar el Informe. Y eso provocó la inundación de las calles de antagonistas, incluyendo los sectores más violentos. Pero fue la rebelión de la policía lo que mostró el estado real de la correlación de fuerzas.

A continuación, se precipitaron los acontecimientos: el informe de la OEA recomendaba la repetición de los comicios y a esa idea se adhirió el Gobierno de Morales como último recurso; pero la oposición ya no quería negociar, se hacía eco del grito en las calles, pidiendo la salida de Evo. Se podía ir a unas nuevas elecciones, pero sin Morales como candidato. Algo inaceptable para el Presidente. Y en medio de esa tensión la cúpula militar apareció en el escenario sugiriendo al mandatario que diera un paso al costado. Morales hizo caso y renunció formalmente al cargo. Pero ese gesto no iba a detener los sectores que buscaban un escarmiento ejemplar: su domicilio y el de la mayoría de sus ministros fueron asaltados. Para salvar su vida se buscó desesperadamente un país de asilo y México respondió.

La última jugada de Morales y su Vicepresidente García Linera fue pedir a todos los responsables institucionales del MAS que renunciaran a su cargo o no ejercieran sus funciones. La intención era crear un vacío de poder de corte caótico. Pero la respuesta de la oposición fue buscar una salida institucional y la encontró en el cargo más elevado que tenían en el Senado, Jeanina Añez. E inopinadamente, el Tribunal Constitucional, que se había plegado regularmente al presidente Morales, avaló ahora la posición de Añez, quien anunció que su interinazgo solo tiene un objetivo: convocar elecciones.

Así las cosas, la división sociopolítica de la sociedad boliviana es todavía profunda. Los observadores más pesimistas hablan de la posibilidad de una guerra civil. No parece muy probable que haya escisiones en las fuerzas armadas y de seguridad que faciliten esa tesis, pero los enfrentamientos civiles son todavía tan radicales que esa posibilidad no debería excluirse. Ambas partes plantean una estrategia peligrosa: el nuevo gobierno de Añez, presionado por los sectores más duros, tanto civiles como militares, busca crear unas condiciones en que su victoria electoral esté asegurada. Por ello no convoca de inmediato los comicios. Y Morales busca aumentar la presión política y la movilización callejera, mediante sus sectores incondicionales (encabezados por los sindicatos cocaleros), para forzar a una mediación (internacional) que le permitiera regresar al país. Mientras ambas estrategias (incompatibles) se mantengan, el enfrentamiento violento seguirá su curso; entre otras razones porque a ninguno de los dos bandos les falta seguidores dispuestos a impulsarlo.

Desde luego, caben algunas conclusiones sobre la ubicación del proceso boliviano en el contexto regional y la encrucijada que representa. Pero eso será objeto de una siguiente nota.

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