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Los dioses del pulpo

domingo 05 de abril de 2020, 10:00h

El pulpo es animal de compañía. Lo sabemos y está aceptado socialmente.

Cada uno llevamos nuestro pulpo a cuestas. Y cada pulpo se mimetiza con nosotros, como un camaleón con un bambú. Dos en uno, o uno en dos. Y tan contentos todos. Me explico.

El pulpo nos acompaña con la misma naturalidad que el loro a Barbanegra. La cacatúa de este sanguinario pirata se cogía a su hombro con alegría y regocijo, iba de un lado para otro, reía sus chistes, bebía su ron y aspiraba sus mugrientos puros; nuestro pulpo virtual también hace todo eso y, además, tiene un plus: nos da la razón, nos sirve de coartada.

Nadie es consciente de llevarlo, pero si al final de estas letras el lector (o lectora) mira a su derecha o izquierda, es posible que sienta su aliento en el cogote. Por ahí estará… es cuestión de fijarse.

Hoy en día, todos estamos acostumbrados a jugar con dos barajas: la de ganar y la de no perder. Es muy difícil que nos pillen en un renuncio, siempre tendremos una salida… Que con ninguna de las dos barajas me vale, pues tengo a mi pulpo: esto es así, porque mi pulpo y yo lo decimos, porque yo lo valgo. Tacita a tacita. El octópodo nos da seguridad.

El pulpo es nuestro comodín del público: él nos da la razón; él nos libera.

Cuando yo era pequeño, el niño que llevaba la pelota, mandaba. Y si se enfadaba, cogía su balón y se marchaba. Fin de fiesta. Se acabó el juego.

El pulpo es lo mismo, pero en el siglo XXI.

Cada cual va con su pulpo. Mi pulpo es el mejor, el más guapo y el más listo. La autenticidad en estado puro: “mi pulpo y yo somos así”. Son “nuestras ideas”, son “nuestras opiniones”, las únicas por supuesto. Somos así, ¡respétanos!

Éramos los dioses del pulpo. Hasta que, en esta levitación, nos llegó el virus.

Ahora se nos caen los palos del sombrajo. Si ya hemos aceptado pulpo como animal de compañía, no deberíamos tener problema en aceptar que fue un murciélago chino con paperas el que mordió a un pangolín que tenía faringitis; que ese pangolín infectado se apareó con una pangolina y que toda su extensa prole fue cazada y cocinada a baja temperatura durante setenta y dos horas en calderos humeantes; que el estofado fue servido en el mercado de Wuhan con sus fideos de arroz de acompañamiento y que, en definitiva, de todos esos polvos han venido estos barrizales…

Pues eso, íbamos flotando, cual dioses, todos y cada uno de nosotros con nuestro pulpo (alter ego, a nuestra imagen y semejanza) en la chepa. Todos engreídos, todos muy enterados. Invencibles. Siempre digo que quien más manda en un parque no es el concejal, sino el jardinero.

Pensábamos que el pulpo nos iba a sacar de todos los aprietos. Vistos desde fuera, con la perspectiva del Principito, éramos como fantoches, del estilo del hombre de negocios que vivía solo en su planeta y poseía estrellas (que contaba minuciosamente todos los días) porque no eran de nadie.

El virus nos ha bajado los humos. Somos humanos, no somos dioses. Pensábamos que nuestro “pulpicornio azul” nos hacía especiales, distintos, superiores e inigualables en elegancia, insoportable glamour e inteligencia.

Nada más lejos de la realidad.

El virus ha venido a poner las cosas en su sitio: nadie es más que nadie, el puñetero bicho nos iguala. No distingue clases sociales, religión o ideología. Buena lección de humildad. Los pulpos también se equivocan.

Esperemos, de cualquier modo, y por nuestro bien, que el pulpo se camele al bicho. O que se lo coma. Pronto, por favor.

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