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Esperanza y proyecto

viernes 08 de mayo de 2020, 10:39h

La esperanza debe ser un reto constante en la vida de cada ser humano, un acicate para desarrollar su proyecto existencial y, al mismo tiempo, una condición del mismo. Con esperanza, podemos caminar y construir; sin ella, caemos en el cataclismo de no hacer nada.

Antes de la muerte de Dios, la esperanza era una virtud teologal, un estado de confianza, tan ciega como la Fe, en el amor de Dios y su obra. Aquella virtud aseguraba la vida eterna para después de la muerte y, antes de ella, era la garantía de la providencia, incluso ante los hechos ordinarios que no entendiéramos.

Popularmente, se cree que el certificado de defunción de Dios lo extendió Nietzsche, porque repite la idea en varios de sus libros. Sin embargo, es una metáfora que antes había utilizado Hegel, para explicar la desaparición de las ciudades-Estado, representadas por sus dioses en el Panteón de Agripa, que aún está en pie.

Aquel Panteón era el Areópago para los dioses conquistados, una idea que se repite en el Coricancha de los Incas, a miles de kilómetros y decenas de siglos más tarde. Al confinar al dios, patrono del Estado, perdía sus atribuciones, se moría; y la ciudad, huérfana de protección divina, quedaba sometida al tutelaje del conquistador humano, sin remisión posible. Ya no hacía falta seguir haciendo guerras… ¡Qué maravilloso resulta el pensamiento mágico del hombre!

El filósofo de Stuttgart intuye que, sin el tridente de Neptuno, sin el Infierno de Virgilio y sin las puestas en cuestión de la Inquisición, va a amanecer una conciencia venturosa, un crédito de confianza que el hombre se otorga a sí mismo, una libertad sin miedo, para hacer ya, cuanto es posible y beneficioso, en solidaridad y codependencia con los demás. Era bellamente idealista; o, tal vez, no.

Es cierto que a más libertad, menos Estado. Y a la inversa, como está demostrando la crisis, nuestra crisis de millones de enfermos potenciales y miles de muertos reales. El Estado, en su delirio, es capaz de aplastar absolutamente la libertad y elevar a religión sacrosanta el sometimiento acrítico, el ostracismo, el arresto domiciliario, la vida miserable de seres turulatos, amilanados y ateridos de pánico.

La Constitución y las leyes en general protegen, sobre todo, la preeminencia del Estado, que ordena y manda, reservándose, o administrando discrecionalmente la información. Sí, el Estado, como los dioses del Panteón de Agripa, nos empequeñece, nos hace niños asustadizos, a quienes se les engaña con que viene el coco, que ahora se llama Coronavirus.

Así, el Estado se protege a sí mismo, tapa sus incompetencias, justifica sus fracasos y, además, se permite la chulería de hacerlo coactivamente, imponiendo severas sanciones y hasta pena de cárcel a quienes no obedezcan.

Para eso dispone de miles de efectivos de la Guardia Civil, agazapados para multar en los confines de los términos municipales de localidades contiguas y capaces de hacer decenas de kilómetros montañeses para cazar a un rebelde que hacía vivac en soledad, no fuera a contagiar de Covid-19 a algún conejo. Si el Estado nos trata como adolescentes díscolos, nada puede sorprender el acoplamiento recíproco y el cumplimiento de la expectativa fijada de antemano.

Mientras los súbditos ponemos el miedo y los muertos, el Estado, durante la crisis, ha reinado en sus privilegios: los señores diputados han cobrado sus dietas de desplazamiento mientras estaban confinados en sus domicilios; el Vicepresidente Iglesias que, aprovechando el barullo de los muertos, ha conseguido ascender al CNI, de paso, anda colocando a la feligresía de su negocio en puestos de confianza y alto sueldo; el Sr. Illa oculta los nombres del comité de “supuestos” expertos que deciden sobre nuestra vida; el Sr. Simón camufla los muertos, con unos u otros distingos, a fin de hermosear las cifras; la Sra. Montero ha regado de millones los medios de comunicación adictos a su causa, y a los funcionarios de la Cultura, en lugar de gastarlos en test y respiradores, etc., etc.

Mirar hacia el Estado y rogarle sus migajas sólo demuestra desesperanza, falta de confianza en los recursos propios, pancismo antes de ir a la ínsula Barataria, gregarismo ovejuno, entrega a la pasividad, nihilismo, en definitiva.

No obstante, pese a nuestro humillante confinamiento, junto a cada uno, anida la esperanza, como virtud de carácter. La esperanza de hoy es un compromiso personal con el propio futuro; un acuerdo íntimo para desarrollar el proyecto de lo que puedo hacer mañana, con el horizonte de 24 horas, para que pueda ser concreto y practicable y en cooperación con los otros seres libres.

El proyecto personal es vida, un antídoto frente a la enfermedad, un anticuerpo psíquico que despabila energía, renueva la ilusión de crear y compartir, nos da razón de ser para el día en curso y nos permite un sentimiento de pertenencia, si armonizamos esfuerzos y cooperamos.

Para que el proyecto sea realista y viable, ha de ser pequeño, ajustado a nuestras habilidades y competencias, acorde con nuestra experiencia y trayectoria. La algarabía pretenciosa nos lleva al caos, ante la imposibilidad de gestionar las fuerzas desatadas. En cambio, la inteligencia, más apolínea y cauta, es una garantía de éxito.

Todo proyecto, por pequeño que sea, es alquímico, transforma la realidad entorno y transforma al ejecutor, desarrolla registros durmientes en el autor y modifica sus circunstancias. Cuando una mariposa vuela en el Amazonas, genera una tormenta en el Caribe. El reto es remontar el vuelo, aun siendo conscientes de nuestra pequeñez, de nuestra pequeñez significante, la pequeñez de hombres y mujeres de excelencia, que hemos nacido para desarrollar nuestro proyecto. Cada cuál el suyo.

En el proyecto personal entra cuidar la salud, por supuesto. La salud, con sentido holístico: la del cuerpo, yo material de hombre, base de todo el sistema; la psíquica, cuya emotividad y racionalidad son estrictamente necesarias para tener proyecto; la social, de empatía y aceptación del otro, con sus límites y deficiencias y con su potencial cooperador; y la espiritual, de aspiración sublime, de vector de cerebración creciente, dijera Chardin, que garantiza la humanización del hombre.

A continuación, es el tiempo de la creatividad personal y la sensatez plural.

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