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Reconocimiento y dignidad

lunes 01 de junio de 2020, 08:10h

El sábado, día de San Fernando Rey, tocaba homenajear a las fuerzas armadas. Y, de no andar suelto el virus, el pueblo español -por turno les tocaba a los oscenses- hubiera acudido obediente a rendir la pleitesía, pródigo en vivas y aplausos al Ejército y silbidos a la casta plutocrática. Así de previsibles son los rituales.

Estos desfiles tienen un plus de reconocimiento, porque no se hacen exaltaciones semejantes a las fuerzas sanitarias, ni a las docentes, ni a los sufridos empleados de los saltos hidráulicos, ni a los pescadores que se ausentan durante meses de sus casas, ni a tantas y tantísimas personas que cumplen con su deber, sacrificando lo que sea menester: tiempo libre, familia, aficiones, desarrollo personal. Todo, con tal de afrontar su compromiso.

Los desfiles militares, con toda su fanfarria y oropeles, son herederos de las entradas triunfales de los antiguos generales del imperio que, tras sus gestas, necesitaban exhibir trofeos, riquezas del saqueo, pueblos esclavizados, incluso los dioses vencidos, encadenados para mayor escarnio.

En nuestra aciaga historia nacional, desde la batalla de San Quintín, hasta la gesta del general Prim, catalán y español, en Castillejos, no tenemos mucho de qué presumir. Más bien, casi nada. La guerra de la Independencia contra los franceses, en el fondo, era una guerra civil encubierta entre liberales ilustrados, o afrancesados, que llevaban el progreso entre ceja y ceja, y el rancio conservadurismo, eclesial y de abolengo, retrógrado y fugitivo de las ideas de la Revolución Francesa. El duque de Welington en Bailén, Arapiles y Vitoria, inclinó la balanza hacia los segundos y el rey innombrable le pagó con las 21 carretas de piezas de Arte, joyas y enseres de lujo que el inglés le incautó en Vitoria a José Bonaparte. Los Borbones siempre han sido espléndidos con lo ajeno.

Desde Rocroy, no levantamos cabeza. Entre Trafalgar y Annual, el saldo es funesto. Durante el siglo XIX se sucedieron otras cuatro guerras civiles, sin contar las americanas, amén de decenas de asonadas militares y golpes de Estado. El de julio de 1936, fue un episodio más de una larga ristra del mismo jaez. El pueblo siempre ha puesto los muertos y sus duelos, penurias sin cuenta, los vivas al general de turno y el subsidio de los monumentos posteriores. Pero, a lo largo de los últimos cuatrocientos años, dicho sea sin retórica, el Ejército español únicamente ha ganado batallas internas.

Hoy, el heroísmo y el amor a la Patria se han sustituido por profesionalidad, tal como dicen AUME y ASFASPRO, sendas asociaciones militares, de estilo, lenguaje y pretensiones sindicales de clase.

La participación del ejército en la guerra contra el coronavirus ha sido marcial e irreprochable; han cumplido con su deber y han dejado alto el pabellón de su experiencia disciplinada, su entrega a la tarea, la coordinación y espíritu de equipo, incluso ayudando al Ayuntamiento de Ada Colau.

Todo esto les otorga dignidad, porque ésta es inherente a la condición de quien es auténtico, de quien obra por sí mismo, en función de los valores que entraña. La dignidad no viene de fuera, sino que se manifiesta desde dentro, por ser quién somos y ser como somos, guste o no, pese a quien pese. Por tanto, huelga que las asociaciones militares, aprendices de sindicatos, pidan dignidad. Sólo a sus afiliados les corresponde exhibir la que tienen por derecho propio.

Tampoco es procedente pedir dignidad a quien carece de ella. Nadie da lo que no tiene. Quien encarna la Presidencia del Gobierno está ahí por haber engañado reiteradamente a sus votantes. Los votos que le otorgaron 119 escaños se depositaron con la garantía de que no pactaría con Podemos, ni con Bildu, ni se iba a indultar a los golpistas catalanes, indulto que tampoco hace falta de tan sueltos que andan; en cambio, el candidato a presidente mantendría la independencia de los poderes del Estado y aun la igualdad de los españoles como soberanos de su identidad nacional. ¿Alguien recuerda algo de esto?

Otra cosa son los reconocimientos. Estos son una transacción, un intercambio, que alguien da a condición de alguna contraprestación pasada, o por venir.

Hay reconocimientos incondicionales, que se dan graciosamente, por existir, por vivir. El primigenio lo otorgan las madres, gracias a la oxitocina por supuesto: abrazan a su bebé, por estar vivo, porque está en sus brazos. Sin más. El beso, el abrazo, la muestra de ternura surge sin que el bebé tenga mérito alguno para merecerlo. Son reconocimientos que se reciben gratis y son tan profundos que conllevan el permiso para vivir. Luego, sobrevienen otros, porque todos, a cualquier edad, necesitamos reconocimientos incondicionales y condicionales.

Sin embargo, pese a lo que digan las teorías psicológicas, a los sindicalistas de camuflaje no les gusta los reconocimientos, porque “si no nos quieren, que no nos quieran” –dicen- “pero, que tampoco nos alarguen el oído”. Es decir, no sólo rechazan los reconocimientos incondicionales, sino también los condicionales, los elogios, alabanzas y reconocimientos de mérito, que se otorgan por haber hecho algo bueno, o excelso.

El interés de los modernos obreros con sable está redactado en prosa y se expresa en material contante y sonante, que sirva para efectuar otras transacciones, estrictamente comerciales. En las expectativas de estos defensores de los defensores, sólo cabe el incremento salarial. ¡Fuera medallas!, a menos que estén pensionadas, supongo. San Fernando, Rey, tan miles gloriosus como fue, estupefacto, se ha caído del altar, en el día de su fiesta.

Aun cuando vayan de sindicalistas de tapadillo, estos reivindicadores decimonónicos, debieran saber que supeditar la motivación a las alzas salariales es un fracaso total. Lo sabemos desde 1910, tras los experimentos de Elton Mayo… Si no, que miren la pirámide de Maslow. Supongo que no les interesará promover el enriquecimiento de tareas, porque esto destruiría el prolijo gradiente del escalafón militar; pero, hay motivación por el logro, por la consecución de objetivos, o motivación por autorrealización, porque el hombre, civil o militar, no es una hucha tragaperras.

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