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Thomas Mann en Sanary-sur-Mer en 1933
Thomas Mann en Sanary-sur-Mer en 1933 (Foto: Anónima )

Thomas Mann: el hombre que llevaba a Alemania en la maleta

martes 02 de junio de 2020, 06:00h

Nos separan 145 años del nacimiento, un 6 de junio, del escritor Thomas Mann. En 1929, sobrepasaba ampliamente la cuarentena de su vida, cuando fue laureado con el premio Nobel. Lo avalaba una prolífica y brillante producción literaria, sin embargo fue su primera novela -Los Buddenbrook. Decadencia de una familia- la única composición (como a él le gustaba referirse a sus obras) mencionada en la ceremonia de Estocolmo.

En Los Buddenbroook (1901) Thomas Mann hablaba de Alemania a través de su familia y de los que la rodeaban. Su publicación desató la admiración hacia su prosa, pero también el enfado de algunos convecinos de Lübeck -su ciudad- que se sentían desfavorablemente retratados. En los cafés y tabernas circulaban listas que conjeturaban incómodas correspondencias entre paisanos y personajes. Digamos que en su narrativa Thomas Mann era un pelín indiscreto y con frecuencia contaba “alegóricamente” su vida y la ajena, lo que no siempre era del gusto de los demás. A su suegro, por ejemplo, no le pareció bonito que a los pocos meses de casarse con su hija -Katia Pringsheim- publicase un relato -La sangre de los Walsung- inspirado en la relación incestuosa que esta había mantenido con su hermano gemelo (y que en su día fue la comidilla de la gente). No quiero escandalizarle, pero debo decirle que los incestos y suicidios fueron un ítem frecuente en la disfuncional familia Mann, bautizada entre otras razones, como the amazing family por la prensa de Estados Unidos, donde Mann -debido a su oposición frontal al nazismo- acabaría exiliado primero en Princeton y luego en Los Ángeles .

Las pulsiones y relaciones homoeróticas de Thomas Mann (que tuvo seis hijos con Katia, tres de ellos también homosexuales y escritores) resultaron ser más que una intermitencia. Fueron -en el conjunto de su obra- una leitmotiv (concepto que aprehendió de su idolatrado Wagner). De suerte que a algunos de sus amores platónicos o carnales Armin Martens, Williram Timple, Paul Ehrenberg o Vladislav Moes los recreó ficcionalmente en los personajes de Han Hansen en Antonio Kröger, Pribislav Hippe en La Montaña Mágica, Rudi Schwertfeger en Doctor Fausto y Tadsio en La muerte en Venecia, respectivamente. Por cierto, que en esta última novela, Thomas Mann se auto inmortalizó en el moribundo Gustav von Aschenbach, un personaje que hoy resultaría controvertido por su mirada erótica, aunque sublimada, sobre el púber Tadsio. Y es que la vida y la obra de Thomas Mann fueron, en términos psicoanalíticos, una permanente sublimación, donde la pasión dionisíaca es creativamente puesta al servicio del orden apolíneo. Supongo que el salvavidas prestado por las teorías de sus admirados Freud y Nietzsche (y el matrimonio con Katia) fue lo que permitió resolver -interior y exteriormente- la ecuación de su orientación sexual en una época en la que la homosexualidad era socialmente rechazada y rechazable.

Otra ecuación que resolvió con soltura de premio Nobel fue la mezcolanza de sus vivencias personales con las vicisitudes históricas de la nación alemana y la expresión de sus ideas políticas, sin abrazar por ello, la tentación panfletaria. Me atrevo a decir que en este particular Thomas Mann consigue producir el fenómeno físico de la condensación: La montaña mágica -cuya acción transcurre en un sanatorio en el que pacientes de distintos confines europeos conviven y debaten ideas y cosmovisiones a menudo enfrentadas- constituye una metáfora de una Europa enferma que camina hacia el horror de la Gran Guerra. A Mann le demoró doce años hacer de ella una “novela total”, una composición sinfónica y prismática de la realidad personal, social, cultural, política e histórica; una novela que, en definitiva, condensara “el todo”. A su vez, Doctor Fausto (1947), escrita con el asesoramiento de Adorno, Stravinski y Shoenberg narró la historia del pacto estético entre el diablo y el músico Adrian Leverkühn. Este le vende el alma a cambio de crear una música nueva que superara toda la anterior. El resultado fue una música “inhumana” que transgredía las reglas de la armonía y alejaba el arte de lo humano. Por si acaso le faltara a usted perspicacia para captar el mensaje de Mann, le aclaro que se trata de una alegoría de Alemania, que en aras de un nuevo orden presuntamente glorioso, destroza la armonía humana mediante el pacto terrible con el nazismo. Ya se sabe… los pactos con el diablo nunca terminan bien.

A Thomas Mann “le dolía Alemania” y su caída abisal en el nazismo porque veía en la esvástica el ocaso de la herencia de Goethe, de Beethoven, de Brahms, de Wagner, de Schiller, de Shopenhauer… Se opuso, pues, a la sinrazón nazi que amenazaba a Europa, erigiéndose en albacea de la cultura alemana. En su exilio -primero en Suiza y luego en Estados Unidos- decía llevar consigo a Alemania en la maleta. De ahí que lanzara al mundo una frase rotunda: donde yo esté, está Alemania. Era su modo (grandielocuente. Mann era narcisista y se sentía el nuevo Goethe) de oponerse en calidad de intelectual al discurso de apropiación de lo alemán que efectuaban Hitler y sus secuaces. La verdad es que la Alemania de la que hacía bandera en el exilio era la entraña misma de Europa como comunidad cultural. El escritor mexicano Carlos Fuentes así “lo vio” y lo escribió en 1950, durante un célebre “encuentro” con Thomas Mann en Zúrich, que nunca tuvo lugar, pero que no por eso deja de esclarecer lo que Mann condensaba: la lengua alemana era algo más que Alemania; era la lengua de Viena y Praga y Zúrich, y a veces hasta de Trieste y Venecia. Pero era Mann quien las reunía todas como lenguaje europeo fundado en la imaginación de Europa, algo más que sus partes.

Desde su exilio americano, Thomas Mann se mostró muy beligerante contra Hitler y desarrolló una importante lucha contra el nazismo articulada en conferencias y discursos radiofónicos. Sin embargo, algunos intelectuales le seguían reprochando su falta de diligencia inicial en la denuncia abierta del régimen de la esvástica (que no tuvo lugar hasta 1936, presionado por su esposa y sus hijos). Acabada la guerra, otros le recriminaban que aquellas muestras de antagonismo solo se hubiesen producido desde la dorada California (sepa que a Mann se le conocía como “el príncipe de los exiliados”). Esas críticas lo volvieron renuente al regreso y decidió instalarse otra vez en la neutral Suiza. Después de todo, él siempre llevaba a Alemania en la maleta.

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