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Prietas las filas

miércoles 10 de junio de 2020, 11:59h

Los ejércitos de los romanos antiguos, aquellos que hicieron del Mediterráneo un charco de su imperio, llegaron hasta el Rein y el Sur de Britania, desarrollaron mucha inteligencia militar, para atacar y protegerse al mismo tiempo. No era cuestión de perder recursos humanos, sino aprovecharlos al máximo, tanquam acies ordinata, recios y marciales, pero bien ordenados en todo momento; especialmente, a la hora de presentar batalla.

La filosofía civil que, según Hobbes, trata sobre los cuerpos sociales, si se centra en las afecciones de los individuos deriva en Ética, si se fija en los movimientos de dichos cuerpos sociales constituye la Política. Y, a este respecto, Hobbes diferencia entre el pensamiento de la Razón y el pensamiento del Estado, el Leviatán, cuya razón de ser es contener la guerra civil.

Teóricamente, el Estado es una construcción inmensa, pensada y creada en pro del bien común de los ciudadanos. El más básico es la evitación de la guerra civil. Pero, cuidado, el Estado se constituye en Leviatán, un aparato gigantesco, que termina siendo señor absoluto y utiliza tácticas terroristas; o mejor dicho, apalanca en el miedo a los recursos coercitivos que diseña, para imponerse sobre los individuos, a quienes dice servir. Es un ejército grandioso, muy ordenado burocráticamente y contumaz en sus pretensiones de dominio.

Tal proceso deriva en que el servidor se encarama a ser amo y señor de quienes dice servir, no como una criada respondona, ni como un perspicaz mayordomo con méritos, sino mediante procedimientos maquiavélicos a lo largo del tiempo y a lo ancho de la enjundia. A diario, asistimos impertérritos a las escaladas del Leviatán y, ovinamente, las asumimos sin rechistar y sin esperanza de que vayan a desmantelarse algún día.

Cuando la sociedad civil adquiere conciencia de alguna dentellada de Leviatán, con la que éste mengua la corporalidad de la ciudadanía, para engrosar su propia dimensión funcionaria y burocrática, el ya soberano absoluto se defiende con todo denuedo, porque su razón de Estado le lleva a pensar que él es un bien en sí mismo, último, único e incontestable.

La monarquía absoluta justificaba sus desmanes porque consideraba que el poder le venía dado por gracia de Dios. El soberano sólo tenía que rendir cuentas a quien le había hecho la encomienda y, mientras llegaba el juicio de estancia, hacía de su capa un sayo y se aprovechaba cuanto podía, como dueño y señor en ejercicio.

Hoy, tras la solemne Declaración de los Derechos del Hombre, una vez inaugurada la democracia, convinimos que el poder proviene del pueblo y, por tanto, todos, o casi todos, los poderes del Estado se deben al pueblo, que es el juez de los administradores.

El impecable diseño teórico choca de plano con Leviatán, personificado en la plutocracia, el verdadero señor absoluto de los tiempos modernos. Los ejércitos del Estado van a impedir la guerra civil, peleando contra la ciudadanía díscola, crítica y reivindicativa de su dignidad. Tendremos a la Política frente a la Ética, las razones del Estado imponiéndose, a cualquier precio, al estado de la Razón.

Descendiendo al terreno concreto, observemos el comportamiento de la Fiscalía: esta institución, mediante un hilo contundente, la defensa de la Ley, se conecta con la sagrada independencia de la Justicia, que le da carta de naturaleza. Sin embargo, Leviatán lo ha constituido como órgano jerarquizado y se ha reservado el derecho de designar al jefe. De esa forma, el hilo contundente se ha transformado en un hilo muy delgado. Si el fiscal no acusa, no hay juicio posible. Y el fiscal acusará, discrecionalmente, a quien interese a Leviatán, Esto es, el fiscal obedece a la plutocracia, como ha dicho el presidente Sánchez.

Tal táctica equivale a la “orbis” de las cohortes romanas: el arquero disparaba, a discreción, desde el centro de un círculo de soldados que lo protegían con sus escudos. Atacaba uno solo, que podía apuntar bien al blanco, porque lo protegían cuatro o cinco compañeros. Todos compartían la misma finalidad, que conseguían manteniendo el orden.

Leviatán utiliza muchas otras técnicas de la milicia imperial. En la “testudo” (curiosa palabra de la que proviene testuz), la formación sólo dejaba ver escudos: en la primera fila, verticales y horizontales sobre la cabeza, a partir de la segunda fila. Las picas asomaban entre los escudos verticales de la primera fila. Así avanzaban, pasito a pasito, como una tortuga bajo su caparazón, sin que las flechas de los enemigos pudieran hacer blanco, hasta que llegaba el cuerpo a cuerpo. Esta táctica, de protección a ultranza, se hace ver cuando Leviatán no reconoce errores, miente sobre las mentiras anteriores, defiende lo indefendible y justifica cualquier desmán. Leviatán es infalible, nunca se equivoca; es inviolable, nunca delinque; es imparable bajo su carcasa y es impermeable, carece de fisuras o sensibilidad a la crítica.

Particularmente, interesante es el “cuneus”, la cuña, con la que avanzaban para dispersar la formación del ejército contrario: un soldado ocupaba el vértice y los demás iban tras él en triángulo. Leviatán usa esta medida cuando utiliza un engaño, una muleta que llama la atención, mientras detrás viene el grueso de la operación, asuntos que se meten de matute, a escondidas del revuelo que levanta la muleta. En nuestro caso, con motivo de la pandemia, hemos presenciado cómo se han tomado decisiones que nada tenían que ver con la gestión sanitaria. La ansiedad por el pánico a la muerte impedía reparar en el sin fin de nombramientos, aumento de la superestructura burocrática creando puestos para los amigos, reparto arbitrario de dinero público a medios periodísticos que forman parte de la “testudo”, acuerdos con Bildu y los otros.

En conclusión, el aumento de la masa crítica de los críticos es saludable, un instrumento médico – quirúrgico para evitar que Leviatán no termine siendo un agujero negro de la sociedad.

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