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No tire pan, no está bonito
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(Foto: Pieter Brueghel el Joven)

No tire pan, no está bonito

martes 30 de junio de 2020, 07:00h

Será porque el inicio del verano es tiempo de siega y porque desde chiquitita me enseñaron a no tirar el pan, que cuando me deshago de él (en lugar de preparar un salmorejo), no puedo inhibirme de besar la corteza antes de arrojarlo al contenedor. Si embebido en culpa, también usted deposita un ósculo reverencial sobre el mendrugo seco, déjeme decirle que lo suyo, lo mío -lo nuestro- va más allá de una costumbre heredada de quienes vivieron la posguerra española. Cuanto está ligado al trigo (al cereal, en general), base de nuestra alimentación, posee una carga simbólica que entronca con el ciclo de la vida y sus misterios: nacimiento, muerte y regeneración. El trigo es inmortal, pero la espiga individual ha de morir para que usted coma y viva. Por eso (y por el hambre ajena; sin comer, se muere) es por lo que, entre otras razones, besamos culposamente el pan que desperdiciamos. Todavía recuerdo de mi niñez la letra de una canción del grupo Jarcha, allá por los inicios de nuestra andadura democrática: “La hoz en la cintura/ ensangrentada/ de cabezas de espigas/ recién cortadas”. ¿Cómo iba yo a no terminarme el bocadillo si en la radio sonaba a todas horas aquel himno sacrificial?

Y de sacrificio y siega va este artículo veraniego…no solo porque segar siempre fue una actividad sacrificada (todas las del campo lo son) y estival, sino porque la siega en sí es un sacrificio: la ejecución de las espigas que posteriormente serán trilladas, aventadas (en algunos lugares de Galicia se reza a las ánimas mientras tanto) y sus granos molidos para la fabricación del pan.

La siega era en los albores de la agricultura una operación impregnada de sacralidad, y acompañada de ritos inspirados en la creencia vívida de que en la cosecha se expresaba un agens, una fuerza o potencia meta humana, manifestada en las últimas espigas en las que se refugiaba el “espíritu del grano”, cuya muerte era necesaria para que el campo volviese a dar sus frutos. Durante la siega, el espíritu iba siendo acosado y desplazado hasta su último reducto, la última gavilla. Una vez en ella, este intentaba salvarse adoptando la forma corpórea del ser viviente que estuviera más cerca…un extranjero despistado que por allí pasara, una joven inocente -embarazada incluso (en clara alegoría de la propia espiga, madre que contiene semillas), un caballo, un toro, un zorro, un gallo… seres que debían ser eliminados, a ser posible, atados a la última gavilla… Eran los sacrificios cruentos que, según J.G. Frazer, celebraban nuestros primitivos ancestros (asentados ya en comunidades agrícolas) para estimular la fertilidad de la tierra. M. Eliade -estudioso también donde los haya, de religiones, cosmologías y teogonías- nos recuerda que todo sacrifico cruento (como los ritos incruentos que después los sustituyen) es la representación ritual de la Creación, del sacrificio de un gigante primordial o de un animal mítico (el toro, entre ellos. Note que la primera corrida coincide no casualmente con el domingo de Resurrección), de cuyo cuerpo esparcido proceden el mundo y la vegetación, conforme a las cosmologías más primitivas.

Más cercano en el tiempo, el mítico Lyterses, hijo de Midas, rey de Frigia, se hizo famoso por su habilidad para la siega, pero también por obligar a los forasteros que cruzaban sus campos a segar con él. Luego de explotarlos laboralmente, los ataba a una gavilla y les cortaba la cabeza con una hoz. Frazer y otros antropólogos, recogen el eco de esta leyenda frigia en numerosos rituales de la siega que en Europa han pervivido -incruentamente, al menos para los humanos (no así para animales), hasta el siglo XX- y que consistían en un variado folclore ligado a la ultima gavilla, con la que se confeccionaba una figura o fantoche (“la madre de la mies”, “la vieja”, “el viejo”, etc.), a veces maltratado y a veces conservado hasta la siembra, amén de otras prácticas como la de derrumbar en el suelo al último segador o a un/a joven, en diluida resonancia de una muerte y un enterramiento. A menudo, los ritos agrícolas y los funerarios guardan concomitancias (in)esperadas; ambos apuntan a la vida, a su término y a su regreso: a la inmortalidad, en definitiva.

El Cristianismo tampoco resulta ajeno a los misterios del cereal, sobre todo, del trigo. Dice K. Kerényi que “para el hombre religioso de la Antigüedad, el trigo era la expresión de una realidad divina inexpresable”. De hecho, la contemplación de una espiga tierna era -según el escritor cristiano del siglo II, Hipólito- el eje de los misterios eleusinos, vinculados a Deméter y su hija Perséfone, encarnadas en la espiga, que es madre e hija a la vez.

El trigo es citado diecisiete veces en el Nuevo Testamento, a veces literalmente como pan y a veces -parabólicamente- como grano que se siembra en calidad de bien y de vida eterna (Juan 12: 24 “En verdad les digo que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, se queda solo; pero si muere, produce mucho”). La muerte de Jesús es un sacrificio del que brota la vida eterna y la misa una ritualización de su sacrificio en la que el pan, como cuerpo troceado (fractio panis), ingerido en comunión contiene el eco de las cosmogonías primitivas de la Humanidad (las del gigante primordial troceado). A su vez, la espiga de trigo es -piénselo- una hermosa prefiguración de Cristo: Jesús es una espiga divina que muere para generar y regenera. Una espina que contiene al Padre y al Hijo, conforme a la doble naturaleza de este. De entre los Ecce Homo más interesantes que pueda contemplar, se encuentra el perteneciente al taller de Friedrich Herlin (le sugiero que lo busque en internet), expuesto en la galería municipal de Nördlingen. Verá a Jesús, desnudo y maltratado y en sus pies, sendas heridas generatrices. De una brota una espiga, tan crecida y poderosa, que le atraviesa la mano contraria. De la herida del otro pie, y obrando idéntico prodigio, nace una turgente vid cargada de racimos.

Arribados a este párrafo postrero, coincidirá conmigo en que lo que movió a nuestros antepasados a inventar el salmorejo, las torrijas o las migas, no fue solo el hambre (ni siquiera el pecado de gula), que también. Fue la honda y universal admiración al misterio de la vida. No tire pan, no está bonito.

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