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Memento mori

viernes 07 de agosto de 2020, 17:35h

La Monarquía es una institución vieja, proveniente del túnel del tiempo y enraizada en la violencia que generaba la lucha por el poder. El aspirante más pretencioso y bizarro, de mayor ambición y escrúpulos mínimos, se hacía temer y obedecer.

Hubo tiempo en el que los reyes eran hombre-dios, dos naturalezas y una sola persona, cuando la humanidad había de soportar la vanidad inconmensurable de Ramsés II, junto a tropelías de todo género, o la impiedad de Nerón, antes de la psicopatía florida de Calígula. La megalomanía narcisista era de tal calibre, que había un siervo encargado, de recordar al emperador que había de morirse: memento mori, recitaba el esclavo durante la liturgia de los triunfos imperiales. Los Papas, que heredaron tantas cosas de la grandeza imperial, incluida la monarquía teocrática que figura en su tiara, el día de su coronación, encargaban a un diácono que les recordara “sic transit gloria mundi”, que es un sintagma que se entiende, perfectamente. Todo igual que emperadores en triunfo. No había asomo de humildad.

Centrando el catalejo sobre nuestra historia local, que los reyes godos fueran treinta y tres, a lo largo de menos de trescientos años, indica el respeto a la vida de sus semejantes que tenían aquellas altezas. Luego, ya por la gracia de Dios, vinieron los capos, empeñados en desalojar la ocupación africana, empresa que alternaban con luchas dinásticas fratricidas, mientras iba cuajando el mapa de las autonomías de entonces.

Si exceptuamos el liderazgo de excelencia, en todos los sentidos, de Alfonso VIII y su mujer, la tolerancia y encomiable labor cultural y jurídica de Alfonso X, los reyes medievales, de un sitio y otro, son clónicos: militares con mayor o menor fortuna, rodeados de una camarilla de afines, muchos de ellos con su libido al pairo, si no gozaban del derecho de pernada catalano-aragonés. Las leyes de Castilla han respetado mucho más a la mujer, aunque los reyes sin serrallo han procreado bastardos durante todas las épocas, hasta hoy. Algunas reinas también, cuando el rey era impotente, voyeur, o ambas cosas.

La afición endogámica de los Austrias coronó en el síndrome de Klinefelter del desgraciado Carlos II, que contaba con, nada menos, 30 hermanos bastardos, todos sanos y alguno muy aguerrido como don Juan José de Austria. Los Borbones, cuando no han sido endogámicos, se han traído una portadora de hemofilia, han chocado con algunas estrechas, o han alucinado con una republicana de izquierdas. Así, no hay manera.

En resumen, la Monarquía exige a las personas físicas un estilo y modo de vida, prototipo del vigente en la sociedad, que no siempre están dispuestos a afrontar, bien porque su narcisismo demanda mayores privilegios, bien porque necesiten compensar el hecho de estar de servicio veinticuatro horas durante décadas, bien porque no son capaces de atenerse a la norma.

En nuestro caso, los siervos que entonaban el memento mori, es decir, el Marqués de Mondejar y don Sabino Fernández Campo, fueron personas clave para cerrar el paso al desbarajuste, evitar que el manto de armiño terminara en sayo, el cetro en falo errático y la ejemplaridad se fuera por el desagüe de la cloaca. Pero, a uno lo jubiló la vida y al otro lo cesó el frenesí, y la Corona echó a rodar cuesta abajo, con el silencio cómplice de la Prensa, en el papel de mamporreros por omisión. Había runrún, pero se reían los chistes escatológicos y, con la risa, se achicaban los ojos para hacer la vista gorda. El machismo cuartelero y los desahogos del güisqui redondeaban la faena.

A nadie se le puede pedir que sea Ramiro II el Monje, que supo sacrificar su castidad para traer al mundo a doña Petronila y, una vez nacida ésta y casada con Ramón Berenguer IV, Conde de Barcelona, se volvió a enclaustrar en San Pedro el Viejo de Huesca, donde reposa. Posiblemente, hizo un matrimonio nulo, igual que Isabel II, Carlos IV y tantos otros. Allá, cada uno. Sin embargo, todo líder formal es un referente social, o ha de aspirar a serlo; y si no puede, que no se ponga.

En el plano económico, la II República Española, venida mediante un golpe de Estado, negó cualquier asignación a Alfonso XIII, exilado en Roma, padre de seis hijos legítimos y otros dos del amor. El remanente que, al parecer, tenía depositado en Londres le dio hasta donde llegó. De hecho, Juan Carlos de Borbón nació en un piso modesto del Trastevere romano, que no es una zona urbana exclusiva. Hasta que no llegó la democracia a España, traída por el triunvirato del Rey Juan Carlos, Adolfo Suárez y Torcuato Fernández Miranda, la familia Borbón no pudo disponer de los palacios de Miramar y La Magdalena. Sin duda, la etapa romana y portuguesa no fueron años de bonanza económica. Y el Príncipe de España tenía un sueldo de poco más de 60.000 pts., para todo…; que el Caudillo, medida de todas las cosas, comía cocido, a diario y definió a España como Reino, quizá por agradecer que sus padrinos de boda fueran don Alfonso XIII y doña Victoria Eugenia.

La angustia de la penuria pasada explica, que no justifica, el afán de curarse en salud, ante la eventualidad, no descartable, que la III República Española fuera tan generosa como su precedente. Esto es reinar en expectativa de destronamiento, algo coyuntural, que igual que vino se puede ir y no deja tomarse demasiado en serio la tarea. De aquí, proviene también un cierto sentido banal, chusco, de desenfado creciente y símbolo menguante. Lo que aparece como “campechanía”, puede ser un síntoma de una carencia más profunda, habida cuenta que hay dramas biográficos, unos crónicos y otro traumático.

Como primera conclusión, cabe señalar que la Monarquía es un atavismo histórico, que hoy carece de sentido, habida cuenta que su ejercicio no es una gracia divina y que la humanidad que la encarna tiene las mismas luces y sombras que las existentes en la vida de cualquier persona ordinaria. Por otra parte, constituye una incongruencia lógica: una sociedad soberana, que declara que el poder reside en el pueblo, de donde fluye la legitimidad de toda la arquitectura del Estado, mantiene la excepción de su Jefatura, que proviene de cuna, aunque sea por inseminación artificial.

Sin embargo, el promotor de la operación es Podemos, un partido de extrema izquierda y desmesuras iconoclastas. El Caudillo Iglesias, con la operación Galapagar, ya ha declarado lo que pretende en el plano personal (las hijas de Chávez, sin trabajar, tienen tanto dinero como el que acumuló J.D. RocKefeller hasta que se murió) y la vía para conseguirlo, la ingeniería social, está en marcha: primero hay que conseguir una masa crítica de pobres, aunque haya que darle la nacionalidad española a 600.000 emigrantes, cacarear como logros propios incluso las imposiciones sociales de la Unión Europea y escribir, sin cesar, cartas a los Reyes Magos, según corresponde a republicanos de progreso. Después, lanzar a la calle las hordas de harapientos, para que vociferen, mientras se lanzan los medios de comunicación “untados” a la incesante labor de desprestigio de la Jefatura del Estado. Los escraches seguirán a Leonor y Sofía, hasta que lloren inconsolables y despierten la solidaridad de su madre, que manda mucho y es poco forofa de la Institución. Una portentosa manifestación, bien muñida, puede llevar a la abdicación de un hombre bueno, honesto, mesurado y bien preparado, quizá el mejor Rey de toda nuestra historia, que juega limpio frente a una chirlata de desalmados y fulleros.

A continuación, vendría la fiesta de los cantonalismos, más el empoderamiento de los nuevos proletarios, henchidos de derechos y bien empapelados y, en las alturas, la lucha sin cuartel por el poder. Las herencias de las dos Repúblicas anteriores. En consecuencia, la clausura de la Constitución de 1978, que tanto bien nos ha dejado, abrirá cauce al desorden, a galope de revolucionarios argentinos con apellido italiano, o gauchos en silla de ruedas y lengua viperina.

El tsunami podemita arramblará vidas y haciendas, con el telón de fondo de la pandemia y el hambre como gasolina del caos. No obstante, el Sr. Iglesias y compañera habrán hecho su agosto. Eso seguro.

En definitiva, puede que la Monarquía sea una incongruencia; pero es nuestra incongruencia; y ahora, una tabla de salvación.

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