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Merienda de blancos

miércoles 09 de septiembre de 2020, 07:00h

Frente a la tradicional y hoy políticamente incorrecta “merienda de negros”, en referencia a: “Confusión y desorden en que se vislumbra algún tipo de abuso o despropósito”, nos encontramos en este caso ante una delirante “merienda de blancos” de cuya consecución se cumplen hoy exactamente veinte años, porque fue el 9 de septiembre de 2000 cuando los restos de un varón de la diáspora africana, popularmente conocido como “El negro de Banyoles”, emprendían lo que parecía ser su postrer viaje, que ahora se descubre que a lo peor podría no ser el último.

El caso es que la historia completa abarca nada menos que ciento noventa años. Comienza en 1830 cuando dos naturalistas franceses, los hermanos Verreaux, desentierran a un cazador africano, le despellejan, le extraen el cráneo y algunos huesos de buen tamaño y el resto lo dejan al solaz de los chacales y otros carroñeros. Tras un elementalísimo proceso de taxidermia, rellenando con paja el volumen del cuerpo desviscerado, se lo ofrecen por carta al director del Museo de Historia Natural de París, George Cuvier, como trofeo de caza conseguido con ímprobas dificultades. Para describir el “objeto”, Jules, uno de los hermanos, escribe: “… no es ni mucho menos el menos interesante de nuestra colección. Es un “bouchouana” preparado y muy bien conservado y que ha estado a punto de costarme la vida, estando obligado a desenterrarlo la noche anterior en un lugar vigilado por sus semejantes”.

No se sabe si el mítico Cuvier, primer científico que explicó la extinción de los dinosaurios como consecuencia de una gran catástrofe natural, se tomó la molestia de contestar a la misiva, pero la oferta quedó en nada y los Verreaux se deshicieron del trofeo poniéndolo en manos de particulares que lo fueron mostrando en bazares, mercadillos de atracciones y salones de los horrores, hasta que en 1916 el veterinario y taxidermista barcelonés Francesc Darder lo adquirió para su museo de Banyoles. Es difícil explicar cómo el cadáver de un ser humano disecado de mala manera y convertido en un patético maniquí adornado con un taparrabos de rafia, una lanza risible, un plumerío de revista cutre y una suerte de grotesco escudo, pudo acabar tras la vitrinas de una colección pretendidamente científica, pero el caso es que en 1917 el propio Darder lo incluyó en el catálogo como objeto 1.004 del inventario bajo el título de: “El cafre de la Cafrería”. Y así permaneció durante más de ochenta años.

En 1983 un joven holandés, Frank Westerman, viajaba por España con un amigo y en el extrarradio de Girona se pusieron a hacer auto-stop para llegar a Figueras y ver el Museo Dalí, pero el azar quiso que, tras mucho esperar, parara junto a ellos un auto cuyo conductor les aclaró que iba en dirección contraria, pero que los podía llevar a Banyoles donde había una magnífico Museo de Historia Natural, muy famoso por “su negrito disecado”. La imagen quedaría grabada para siempre en la memoria del que posteriormente sería afamado corresponsal de guerra y exitoso escritor, al punto de que en 2004 publicó el libro El negro y yo relatando la peripecia del pobre individuo y el resultado de sus investigaciones a propósito de su origen.

Todo empieza a moverse y trastocarse cuando Banyoles es designada como subsede en las olimpiadas de 1992 para las competiciones de remo. Vecino de Cambrils, a unos ciento ochenta kilómetros del Museo, el médico de origen haitiano Alphonse Arcelin, al que la prensa local no tardó en motejar como “El Quijote negro”, inicia una campaña para reparar el racista e inhumano desafuero. Frente a la rechifla y desprecio de sus vecinos, la prensa internacional se hace eco del asunto y el embajador de Nigeria anuncia que su país boicoteará las olimpiadas si no se resuelve el caso. El diario estadounidense Los Angeles Times titula: “El Negro se convierte en una pesadilla para Barcelona” y el Comité Olímpico comenta que: “Ya es hora de que España se adapte al mundo moderno”. La resistencia catalana se moviliza y, “como cuenta en su libro Westerman”, empieza el folclore: “Obreros de la construcción llevaban camisetas contra la retirada del negro y señores distinguidos se colocaban una insignia en la solapa. En Semana Santa un repostero adornó el escaparate de su negocio con un negro de chocolate de cinco kilos. Desde el mundo entero empiezan a llegar protestas airadas de Stivie Wonder, Bill Crosby y Oprah Winfrey. Pasados los juegos siguen llegando reclamaciones cada vez más furibundas desde la oficina de Jimmy Carter o la de Jesse Jackson, de Juan Pablo II a Felipe González, que considera que mantener al negro tras las vitrinas arruina la reputación de España. Kofi Annan desde la presidencia de Naciones Unidas hace una declaración formal, pero los catalanes lo perciben como una intolerable injerencia en sus asuntos y un menoscabo a su autonomía. Un grupo ultranacionalista distribuye panfletos en los que puede leerse: “Si el negro tiene que marcharse, que se marchen todos los negros”. Pero cuando Josep Piqué accede a la titularidad del Ministro de Asuntos Exteriores y se encuentra con la patata caliente que le han dejado su predecesor en el cargo, Abel Matutes, junto a peticiones formales y serias de Naciones Unidas, la antigua Organización de Estados Americanos y las alcaldías de Nueva York y Chicago, decide coger el toro por los cuernos e inicia los pasos para el traslado al continente africano del “Negro de Banyolas”. Se le concede al primero que levanta la mano, el presidente de Bostwana, Festus Mogae, que con ese gesto intenta desviar la atención sobre las críticas que está recibiendo desde todas las partes del mundo por su política de expulsar a los bosquimanos de sus tierras en el Kalahari.

Finalmente, por orden ministerial preferente y casi en secreto, el negro sale del Museo Darder la noche del 8 al 9 de septiembre de 2000 y llega de madrugada al Museo Nacional de Antropología de Madrid donde tras retirarle la piel untada durante muchos años con betún, preparan un digno cajón de restos con la calavera y grandes huesos para que reciba sepultura en su tierra natal.

Un mes después se celebra un solemne funeral en Gaborone, capital de Botswana, presidido por la primera dama y distintas autoridades del país, al que asisten medio centenar de invitados de todo el mundo, incluido Alphonse Marcelin, promotor inicial de la campaña. Todo el pueblo desfila emocionado ante el féretro de su paisano durante tantos años agraviado y los restos encuentran finalmente la paz en su tierra natal.

Pero héteme aquí que tras muchos años de investigación y revisión cuidadosa de fuentes como el diario Le Figaro y de los Annales de la Société Entomologique de France, Westerman descubre sin lugar a la menor duda que los hermanos y desenterradores Jules y Edouard Verreus nunca se desplazaron más allá de un centenar de kilómetros al norte de Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, de manera que el “Negro de Banyoles” está enterrado cerca de un millar de kilómetros del lugar donde cazaba y acabó su vida.

De manera que hoy, aniversario del traslado y cumpleaños de Julio Pérez Perucha, de Diego Durlescu y del que suscribe, la pelota vuelve a estar sobre el tejado. O casi.

Miguel Ángel Almodóvar

Sociólogo y comunicador. Investigador en el CSIC y el CIEMAT. Autor de 21 libros de historia, nutrición y gastronomía. Profesor de sociología en el Grado de Criminología.

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