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Somos nuestras montañas y sangre en Artsaj
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Somos nuestras montañas y sangre en Artsaj

martes 29 de septiembre de 2020, 13:37h

En estos días los medios de comunicación informan sobre la reapertura de hostilidades entre Azerbaiyán y Armenia por el "Alto Karabaj", un espacio surgido tras la estrepitosa caída de la Unión Soviética. Imágenes confusas de tanques en llamas y hogares donde se desgarra un dramático llanto. Los armenios llaman a "defender la patria sagrada" mientras que desde Bakú, capital de Azerbaiyán, se concreta y asegura que su aviación y drones han destruido doce sistemas de misiles antiaéreos, algo razonablemente creíble cuando el presupuesto de defensa azerí es similar a todo el Producto Interior Bruto de Armenia.

La OTAN llama a los contendientes a buscar una solución pacífica mientras que el fascioteócrata Recep Tayyip Erdogan asegura que la solidaridad con los presuntos agresores del Estado islámico “continuará y se incrementará”.

Ante un publico lector, radioyente y televidente básicamente desinformado, los medios se apresuran a trazar algunas breves pinceladas sobre la región y los orígenes del conflicto.

Servidor, sin embargo, está en posición de afirmar que el lugar de los hechos se llama en realidad República de Artsaj, hasta 2017 República del Alto Karabaj y casi mundialmente conocida como Nagorno Karabaj, denominación soviética adoptada por la mayoría de los medios internacionales de comunicación, que tiene una superficie de algo menos de once mil quinientos kilómetros cuadrados y una población de unos ciento cuarenta mil habitantes, que limita al oeste con Armenia, al este con Azerbaiyán y al sur con Irán.

Sólo se puede llegar hasta allí en coche o autobús, ya que no hay comunicación con lugar alguno con la República por vía aérea ni por ferrocarril. Aún así, quien esto escribe viajó a Artsaj en compañía de su hereu el verano pasado.

¿Qué podría animar al viajero a desplazarse a un país unilateralmente independizado en 1994 y que aún no ha sido reconocido por ningún otro en el mundo?

¿Qué podría animar al viajero a llegar hasta una tierra en gran parte inhóspita y trufada de imponentes cordilleras montañosas allá donde se mire?

¿Qué podría animar al viajero a visitar una República que sigue sin firmar un tratado de paz con su eterno enemigo, cuyo ejército le hostiga continuamente en fronteras donde cada tanto mueren soldados y que mantiene cerrado sine die el aeropuerto de la capital, Stepanakert, bajo amenaza de fuego letal contra todo lo que vuele?

No es fácil contestar a todas estas preguntas, pero Virginia Mendoza lo hace en parte y en su hermosísimo libro Heridas del viento con toda naturalidad y aplastante contundencia: “… es mucho más que el pedazo de tierra que el extranjero pisa: es el emblema de lo que fue un imperio, el último resquicio de la Armenia histórica, un lugar habitado, principalmente, por armenios. Es una cuestión de orgullo para ellos. Y los armenios se aferrarán a ese pequeño enclave étnico en territorio ajeno hasta sus últimas consecuencias. Perdieron el Ararat, sus mayores lagos, varias provincias que conforman un vasto fragmento de su territorio. Armenia se convirtió en una isla sin mar, flanqueada por enemigos -Turquía y Azerbaiyán- que, a raíz de la guerra de Nagorno-Karabaj cerraron sus fronteras a cal y canto. Por más trágicas que sean las consecuencias, nada ni nadie podrá parar a un país con una herida abierta y con un sentimiento identitario imperante al que aluden varios refranes y símbolos”.

En este punto, la memoria propia vuelve a los alrededores de Stepanakert, capital de Artsaj, donde sobre una suave colina se divisa una escultura colosal realizada en toba volcánica. Obra de los escultores Sargis Baghdasaryan y Safi Garayev, se inauguró en 1967 y representa a un hombre y una mujer que los artsajíes nominan coloquialmente “tatik-papik”, “la abuela y el abuelo” aunque formalmente se llama “Somos nuestras montañas” y constituye uno de los grandes símbolos de la herencia, la afección y la identidad armenia.

La República de Artsaj es la trinchera avanzada del último bastión cristiano en el corazón de Cáucaso, Armenia, rodeada y tradicionalmente hostigada por los Estados islámicos vecinos, Turquía, Irán y Azerbaiyán.

Y aquí habría que volver sobre Armenia en la lectura de Juan Perucho, que para algo debieran servir los centenarios. Dice el escritor, uno de los españoles más traducidos, que el país es muy diverso geográficamente pero aún así: “… ofrece una gran coherencia humana y una fuerte personalidad, lo que permite identificar a los armenios a mil leguas de distancia, y de hecho es así, pues estos se encuentran extendidos, sobre todo después de sus reiterados genocidios, por todas partes del mundo y son conocidos, entre otras cosas, por sus bellos y profundos ojos. Armenia es un país triste, atenazado por su destino secular después de haber perdido sus libertades, que, en la memoria de todos, se simbolizan y concretan en el reino cristiano de Armenia. Suena entonces la melodía triste de los “duduks”, que son unas flautas melancólicas y sensibles, cuyo lamento planea por encima de los campos ondulantes del cereal y abastecido de viñas. Mientras, se pierde el polvo de los rebaños, lejanamente, contra el cielo”.

Reflexión y cierre. Somos nuestras montañas, dicen los artsajíes y conviene recordarlo. Quizá mañana sepamos algo más.

Miguel Ángel Almodóvar

Sociólogo y comunicador. Investigador en el CSIC y el CIEMAT. Autor de 21 libros de historia, nutrición y gastronomía. Profesor de sociología en el Grado de Criminología.

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