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La adolescencia prolongada

viernes 02 de octubre de 2020, 18:58h

En relación con los jóvenes españoles hay una serie de estereotipos generalmente aceptados por la sociedad. Uno de ellos es que son la generación mejor formada de nuestra historia. Es la consecuencia natural de la universalización de la educación y de su extensión en años.

Por otra parte, la dificultad para su inserción en el mercado laboral (un paro juvenil que se ha consolidado en los últimos años entre el 35% de los momentos mejores y el 55% en los peores años de la crisis) ha dado lugar a una creciente precarización del empleo para este grupo de edad, de importantes consecuencias y transformaciones en su historia vital individual y colectiva y que retardan visiblemente el fin de la etapa adolescente.

Una de las señales observables más característica de estas transformaciones es la presencia de individuos de más de 25 años (incluso de más de 30) que continúan viviendo con sus padres, en el domicilio paterno del que no han salido nunca, o del que salieron y al que han tenido que volver. Otro efecto visible es la progresiva des-configuración de los ritos de paso tradicionales que marcaban socialmente el tránsito de la juventud a la edad adulta. Por ejemplo, hasta hace menos de 30 años los varones entraban siendo jóvenes en la edad para cumplir “la mili”; el final del servicio militar obligatorio era el momento clave para empezar a trabajar de forma estable y constituir una familia en un breve lapso: convertirse socialmente en adulto.

La sociedad percibe y tiene una notable conciencia de estos fenómenos. En un estudio reciente que hemos realizado en el Instituto de Conocimiento Mar de Fondo (diciembre 2019 - junio 2020) entre dos muestras representativas de la población española de 2000 casos cada una, se hace visible cómo la precariedad laboral y la ausencia de oportunidades en aspectos vitales para los jóvenes están marcando su modo de vida; y contribuyen a explicar fenómenos como la profunda caída de la tasa de natalidad (19,5 por mil habitantes en 1970 y 7,6 por mil en 2019) y de la tasa de nupcialidad (de 7,80 por mil en 1970 a 3,49 por mil en 2019).

Los jóvenes hoy están sometidos a desajustes sociales que limitan o impiden la toma de decisiones clave en la consolidación de su trayectoria de vida: quizás el más importante sea el paro y la precariedad laboral como hemos mencionado, cuyas consecuencias les fuerzan a postergar la asunción de responsabilidades y condicionan su vida autónoma y su independencia como seres adultos.

Por otra parte, quizás eso lleve también a observar comportamientos ‘adolescentes’ en jóvenes cuya edad ya no los justificaría según los patrones de una evolución más rápida que era común en el pasado. El patrón secuencial de eventos que marca/-ban el paso a la edad adulta se producía en un relativamente corto periodo de tiempo (encuentras trabajo, te casas, te vas a otra casa, tienes hijos) en el que la relación con el trabajo, es decir, la obtención de recursos económicos condiciona/-ba el resto de los acontecimientos.

En esa secuencia, una vez que se dispone de recursos propios/trabajo, la proyección a futuro que representa la procreación es la fase de cierre del paso a la edad adulta; dado que requiere previamente de la constitución del proyecto vital que supone establecer una pareja estable y un domicilio propio e independiente. En nuestra sociedad, estos tres pasos posteriores a la disposición de recursos que posibilita el empleo se están prolongando notablemente en el tiempo para las nuevas generaciones de jóvenes, produciendo una prolongación social nunca antes conocida de la adolescencia, como etapa de transición entre la dependencia de la niñez y la edad adulta.

Si bien la vivencia individual puede resultar frustrante, consideramos que esta situación no es necesariamente peor que el anterior patrón desde la perspectiva colectiva; en particular dada la extensión de la esperanza de vida, que está cuestionando y obligando a retrasar incluso la edad de jubilación y la apertura a explorar nuevas formas de relación que posibilita. El estado de ánimo colectivo en relación con este desafío dependerá en gran medida de cómo lo vivan subjetivamente los sujetos afectados, en función de las expectativas y criterios normativos que perciban en su entorno. Gestionar las expectativas de los jóvenes, en este sentido, es una tarea a incorporar para los adultos.

La emergencia de nuevos comportamientos y formas de relación no es ajena a esta circunstancia, es más bien la expresión social adaptativa que hemos sido capaces de asimilar. Nos referimos a ciertas formas de relación que se fundan precisamente en la ausencia de un compromiso estable y duradero: el llamado amor líquido (del sociólogo Zygmunt Bauman)[3], el “follamigo”, la cita sexual contingente concertada de mutuo acuerdo a través de las redes sociales… etc. Si bien ese modelo puede conllevar también sus costes emocionales.

Decimos de los jóvenes, que son presentistas y es verdad, lo que hemos de plantearnos, es la razón; y es que pareciera que no tienen derecho al compromiso (de pareja; laboral; de domicilio), pues les resulta inaccesible, ante esa falta de perspectiva estable, a esa carencia de afianzamiento de seguridad, a los jóvenes les cabe un espejismo, la imagen de libertad, siendo que su realidad es de dependencia económica y ocasionalmente emocional, y aún siendo ‘elegida’.

Es claro y manifiesto que la sociedad de la seguridad del vínculo convencional, ha dado paso a la de la fragilidad de los vínculos y la inseguridad, con todo lo que de inestabilidad conlleva, entre otras conductas, la de estar hiper-conectado, no solo puntualmente relacionados. Se trata, de poder mantener muchas relaciones no comprometidas, en lugar de una que condiciona y obliga.

De lo antedicho nos cabe cuestionarnos dónde se encuentra el verdadero afecto y qué generan unas relaciones en algo erráticas.

Nuestros jóvenes refieren en las entrevistas que hemos mantenido en el citado estudio valores muy reconocibles: compromiso con la familia, lealtad con los amigos, honestidad, voluntad de hacer, solidaridad, justicia. En un primer vistazo, no parecieran que encajan bien con las antedichas relaciones para el entretenimiento y el placer inmediato.

Un análisis en profundidad exige reinterpretar qué se valora como endogrupo y exogrupo, y cuál es la distinción entre el afecto bidireccional basado en la lealtad y el compromiso estable vs las relaciones de consumo, próximas al usar y olvidar.

El ser humano y como nos recuerda el eco de Ortega y Gasset es el yo y sus circunstancias. Un mundo imprevisible, inescrutable, de futuro incierto, provoca que muchas responsabilidades y aún obligaciones no puedan ser asumidas, al no contar con los mínimos para hacerlas frente; cabe entonces cercenar el futuro, para vivir un presentismo que se busca adornar de satisfacción. Nos encontramos en el rompeolas de la atracción y el desapego.

Los adolescentes por posicionamiento, por realidades, por limitación de expectativas, por comodidad, propician y ven indefinida y dilatada su etapa adolescente, un espacio temporal que debería ser de tránsito a la madurez, siendo que se encuentran al final de un deambular inacabable de formación, en el contexto de una sociedad incierta y en cierto modo inmadura.

Resulta esclarecedor diferenciar el grupo social en el que el adolescente psicológicamente se identifica como miembro y el que es de contacto.

Podríamos hablar de una segunda adolescencia, o tardía, que provoca frustración de expectativas vitales. Estos adolescentes longevos acaban sufriendo un índice de paro que puede ser del doble (e incluso el triple en los peores momentos) que el general.

Los hombres en España se casan con 35 años y las mujeres con 33. El primer hijo se tiene con 31 años (mujer), lo que habla también de la cantidad de hijos fuera del matrimonio.

Hay aspectos sociológicos, culturales, psicológicos, pero también biológicos como que los lóbulos cerebrales frontales se desarrollan hasta los 21 años.

Estaremos de acuerdo en que ser adulto maduro, exige responsabilidad, esfuerzo, resiliencia, autodominio. Dejando atrás el narcisismo, el nihilismo y la incapacidad para diferir gratificaciones. Y esto se transmite, cuando se transmite, tarde, muy tarde.

Es innegable que el rol del adulto y la adopción de responsabilidades se han pospuesto mucho más allá de los 18 años, siendo que la adolescencia estirada en el tiempo disfruta y sufre a la par de una semi-dependencia.

Haremos bien, en diferenciar lo que es niño, adolescente y adulto joven. Infancia, hasta los 11 años, que es cuando el hipotálamo produce hormonas. Esta edad ha pasado de 14 a 11 años en el mundo desarrollado dada la mejora de la sanidad y la nutrición. Diferenciemos, eso sí, la biología, de la psicología, con 12 años se puede ser madre o padre, pero emocional y cognitivamente, no.

Al tiempo, hay que dejar de sublimar e idolatrar lo que significa ser joven e indicar, asumir, aceptar que se crece y actuar en consecuencia. No hay lógica, ni coherencia, en acortar el tiempo de la niñez, e infantilizar el de los que son jóvenes en relación a la esperanza de vida; han de ser ya maduros si bien, vistas las circunstancias, esa ambición se ve frustrada.

Esta adolescencia tardía, o sin fecha de caducidad, se asienta en la falta de expectativas, los temores, las incertidumbres, que dificultan el tránsito. Recordemos al respecto, que antes se aprendía una profesión y se pasaba a ejercerla al tiempo de formar una familia. También hace años, la sexualidad era en gran medida incompatible con vivir en el hogar de los padres.

Hoy bastantes progenitores afloran rasgos adolescentes, pues no desean mostrarse adultos, facilitan el tiempo congelado como padres que se perpetúan en la protección y adolescentes que se adaptan a la dependencia. Sin minusvalorar la situación social y económica tan adversa para quien inicia la competición que la vida conlleva.

No es menos cierto que el nivel de vida de los adolescentes que disfrutan en el hogar de los padres, en las mayoritarias clases medias y superiores, les permite caprichos y no desean renunciar al coche, la ropa de marca o las nuevas tecnologías. Puestos ante la opción quieren irse de casa, pero cuando se garanticen ese nivel de vida al que se han habituado (dinero para copas, entretenimiento, etc.) y la verdad, ese cruce de tensiones resulta más que problemático en términos de los costes emocionales que acarrea.

Otro día hablaremos de la adultescencia.

Javier Urra

Primer Defensor del Menor

Javier Urra fue el primer Defensor del Menor. Es doctor en Psicología y en Ciencias de la Salud. Es Académico de Número de la Academia de Psicología de España y Director clínico de Recurra Ginso. Además, es experto Psicólogo Forense y trabajó para el Tribunal Superior de Justicia de Madrid

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