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Congreso de los dictadores

jueves 03 de diciembre de 2020, 10:13h

Además de la pandemia que afecta al cuerpo, vivimos otra enfermedad social, que podríamos llamar hipertrofia del individualismo, que afecta a la convivencia entre las personas y a la compatibilidad de los grupos que integran el tejido social.

Un individuo es una persona, sólo eso; no se ha desarrollado para constituirse en sujeto moral, responsable de sus actos y aún está más lejos de llegar a ser un activo social.

El síndrome del individualismo produce falta de cohesión, desvinculación respecto a los demás, sean familiares, amigos, compañeros de trabajo y vecinos. La persona se sumerge en el enquistamiento de una suerte de soledad ambulante, que la lleva y la trae por ahí, al pairo, enfundada en sí misma, digiriendo mal el empacho de sus apetencias y ocurrencias, sin más horizonte que su propio yo narcisista.

El nacionalismo sufre este mismo síndrome: va lo suyo, se desentiende del otro con quien está obligado a convivir y vive sólo para sí mismo, de espaldas a la solidaridad, dando rienda suelta a pretensiones desproporcionadas, que provocan desigualdades y desarmonía social.

Cuando las ideologías ocupan las instituciones y sufren de hipertrofia de individualismo, gobiernan para sí mismas, avasallando al otro y cuanto significa como sujeto diferenciado y activo social único. La desmesura ideológica, el sectarismo, barre las diferencias de la singularidad del otro, igual que el nacionalismo desprecia los derechos de la alteridad social de sus vecinos, lo mismo que el individuo vive extraño a sus congéneres, aunque sean próximos.

De hecho, el individualista absoluto no puede prescindir de la fiesta, aunque propague el virus al día siguiente entre sus familiares, amigos y compañeros. Así, el individualismo nacionalista exalta la desigualdad desde el momento que un solo voto vasco equivale a seis madrileños, o un solo voto catalán vale tanto como tres andaluces; luego, están las desigualdades fiscales vasca y navarra y la voracidad con que los catalanes copan los impuestos de los territorios más humildes y humillados (100MM de euros). En cuanto al individualismo ideológico, el ejemplo por antonomasia es la ley Celaá, hecha sin pedir, ni por tanto integrar, opinión alternativa alguna. En la misma dirección, camina la ley de la eutanasia, inspirada por un puntillero. En el terreno económico, el maltrato a los autónomos va por el mismo sendero, que el Estado no se nutre de emprendedores, sino de masas famélicas, despavoridas y dependientes. Basten esos ejemplos; hay más, pero no les quiero agobiar.

Recientemente, en una rueda de prensa, después de leer los papeles previos, el Dr. Sánchez sufrió un lapsus verbal muy esclarecedor: iba a referirse al Congreso de los Diputados, y no quiso llamarlo, pero lo hizo, “Congreso de los Dictadores”. ¡Nada menos! ¿En qué estaba pensando?

Freud diseñó tres vías de acceso al inconsciente: la interpretación de los sueños, la asociación libre y los actos fallidos. Uno de estos últimos son los errores verbales, cuando la lengua se trastabilla y no obedece las órdenes que emite el área de Broca. De inmediato, la persona suelta algo que barrunta, o le anda bailando por algún rincón de su lóbulo prefrontal, pero no quiere declarar. Es otra verdad que emerge por su propio impulso.

Tal vez, el inconsciente sea un ente metafísico, como el alma, porque la Psicología Experimental no ha dado con ellos y la Clínica se apaña con el análisis fenomenológico, o con simplezas cognitivo-conductuales. Pero, ciertamente, cuando ocurren estos fallos se acaba de producir una interferencia que, o bien revela algún dato de la memoria disponible, o bien algún tramo del proceso analógico que desdice el discurso lógico. En todo caso, el lapsus revela siempre un estado de consciencia anterior.

Del Congreso de los Dictadores, sólo podemos esperar dictaduras, la imposición inexorable de las ideas de los que mandan ahora, que serán anuladas por los sucesores, porque la pretendida libertad legisladora de este individualismo va en contra de la del individualismo contrario y entrambos se anulan mutuamente.

El pueblo soberano (¿¡!?) paga a unos y otros, y contempla, estupefacto, el costoso proceso de suma cero: desde 1980, llevamos ya ocho leyes orgánicas sobre la educación, y el organismo educativo se muere de tanto fracaso escolar e ineficacia institucionalizada.

La libertad positiva, definida por Hegel, exige la “reconciliación y armonización de todos los individuos y sus libertades en un todo ético”. Quiere decir el filósofo que la libertad ha de ser el cauce de la convivencia. Sin cauce, no fluye el río. La libertad, en tanto que cauce, comporta que el reconocimiento del derecho de uno mismo, como activo social, implica el reconocimiento del derecho del otro, que también es un activo social. La libertad no consiste en hacer lo que cada uno quiere, sino lo que cada uno debe, dentro del concierto social, como los músicos de una orquesta que interpretan una partitura.

Estas ideas hegelianas son viables y realistas. Constituyeron la base del consenso que hizo posible nuestra Transición y, desde luego, son las bridas que pueden civilizar el individualismo galopante y hacer de la tolerancia el eje de giro de la sociedad. Nuestro reto es rehabilitarlas entre todos y lograr que penetren en el tejido social, aunque el Congreso de los Dictadores no las lea hoy y tenga los oídos forrados de gutapercha.

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