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La inmaculada concepción: historia de una (in)conveniencia
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(Foto: Cuadro de Murillo)

La inmaculada concepción: historia de una (in)conveniencia

martes 08 de diciembre de 2020, 07:00h

De haber nacido el escritor Marcel Proust en Granada, no habría sido una magdalena reseca el catalizador de sus evocaciones infantiles, sino un húmedo y rechoncho pionono con “solideo” de crema tostada. El pastelito lo creó Ceferino Isla, devoto repostero de Santa Fe, en agradecimiento a Pío IX por haber proclamado el dogma católico de la inmaculada concepción de María, o sea, la obligación de creer que esta nació libre del pecado original heredado de Adán y Eva (ojo, dogma distinto al de su virginidad).

Hasta su proclamación pontificia el 8 de diciembre de 1854, los católicos eran libres de opinar que la Virgen fue concebida con mácula. La realidad era que los cristianos no solo hacía siglos que creían en su inmaculada concepción, sino que desde finales del siglo VII (al menos en Oriente) ya celebraban una festividad homónima, como consta en el Canon de San (Pío IX)Andrés de Creta. Créame, quienes se resistían a reconocer el privilegio mariano -que por extensión beneficiaba la imagen de todas las mujeres- eran las autoridades eclesiásticas…Entiéndalo: María -por muy madre de Cristo que fuese- al fin y al cabo era mujer, y predicar de ella que había sido engendrada sin pecado original equivalía a convertirla en modelo de toda perfección humana. ¿Tirar por la borda siglos de misoginia? No, hija, no.

Durante las cruzadas medievales bastantes señoríos quedaron en manos de mujeres y estas hicieron florecer una cultura cortesana que las elevó fugazmente de estatus. Eran los tiempos del amor cortés (la mujer pasaba de súbdita a señora), en los que -causalidades de la historia- también en Occidente se propagaba desde tierras inglesas la fiesta de la inmaculada concepción. A la altura del siglo XII el inmaculismo disponía en París de apologistas de la talla del prestigioso Abelardo (que no por casualidad amó a la inteligente Eloísa).

Pero los teólogos del siglo XIII, sobre todo, el dominico Tomás de Aquino, se negaron a reconocer la santidad original de la madre de Jesús. Según el “doctor seráfico” (apodo de Tomás) aunque la Virgen nació sin pecado, no fue concebida sin él. Casi al término de la centuria, el franciscano Duns Scoto (“doctor mariano”) enfrentaría a los partidarios de Tomas de Aquino con los siguientes cuestionamientos: ¿Le convenía a Dios que su madre fuese concebida inmaculada? Claro. ¿Podía hacer que fuera así concebida? obvio, por su omnipotencia. ¿Hace Dios lo que es conveniente? Sí. Pues como le convenía y podía, lo hizo. Ea.

Tal parece que fuese al papado a quien no convenía la concepción inmaculada, pues le demoró otros quinientos años la promulgación de su dogma. Entretanto, las posturas de dominicos (enemigos) y franciscanos (defensores) de la santidad original continuaron polarizadas y sus desencuentros rebasaron en ocasiones lo meramente dialéctico.

En España, a pesar de que el inmaculismo siempre recibió apoyo tanto de la realeza como del pueblo, la Inquisición -copada de dominicos- a menudo encontraba “vislumbres” de herejía (de herejía alumbrada) en personas defensoras del misterio inmaculado, especialmente si eran mujeres. La clarisa Sor María Luisa de Carrión, fue “molestada” por el Santo Oficio, y diez años después de su muerte en 1646 -habiendo ya sus acusadoras reconocido la falsedad de sus testimonios- continuaba sin ser absuelta. Una evidente demostración del poder de los inquisidores, pues sor María Luisa no era precisamente una monja sin importancia: había sido consejera de Felipe III, se carteaba con monarcas de otros países, componía poemas y había fundado, sin consultar a su obispo, una cofradía inmaculista que andando los años alcanzó los 140.000 hermanos.

La bilocada abadesa del convento concepcionista de Ágreda, sor María Jesús (la dama azul) defendió a sor María Luisa y fue “activista” de la rehabilitación de su memoria. La monja de Ágreda -ni más ni menos que consejera de Felipe IV- tampoco agradaba a la Inquisición. Aunque la envolvía fama de muy piadosa, tenía como cualquiera, un talón de Aquiles, en su caso inclinación por la escritura y por ideas sospechosamente scotistas. En 1669 la Inquisición le “secuestró” su libro Mística ciudad de Dios, que a pesar del título no era exactamente un tratado de mística, sino una biografía de la Virgen que hacía hincapié en la idea del inmaculismo. Tuvo que escribirlo dos veces.

Para que se haga una idea de cuánto molestaba al Vaticano el asunto de la pureza original, baste decir, que entre 1644 y 1655, la expresión inmaculada concepción de la Virgen estuvo prohibida. Lo “políticamente correcto” entonces era decir concepción de la Virgen inmaculada.

En España, el inmaculismo estuvo siempre asociado con la realeza. Durante la ocupación napoleónica tal asociación devino sin dificultad en símbolo patriótico frente al invasor francés, los afrancesados y sus ideas ilustradas. Esta fusión que identificaba Realeza e Iglesia (pelillos maculares a la mar) convendría abundantemente en el siglo XIX no solo a los conservadores españoles, sino a todos los conservadores que en Europa pretendían blindarse frente al establecimiento de Estados Liberales y los conflictos que de ellos se derivaban, empezando por las relaciones entre Estado e Iglesia…Hay quien se acuerda de la Virgen solo cuando llueve, y el Vaticano se acordó, entonces, del secular empeño de sus fieles en reconocerla sine labe concepta, lo que a esas alturas (en medio de tanta convulsión ideológica y social) resultaba conveniente para galvanizar y confortar en los países de mayoría católica el sentir antirrevolucionario…Y la bula Ineffabilis Deus proclamó el “dichoso” dogma.

Volvamos al rico pionono, un bizcochito lleno de gracia -o sea, de delicioso jarabe- y enrollado sobre sí mismo, igual que los recuerdos de Proust, igual que los suyos y los míos, igual que la historia y las ecuaciones mentales de sus protagonistas. Bucles de ideas que se enredan, se enfrentan y luego se solapan. El pionono es un placer efímero; se come en un bocado, a lo sumo en dos. Una vez lo pruebe, no podrá olvidarlo. Su sabor deja mácula golosa en la memoria; la mía es impenitente y carece de redención.

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