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Por donde viene la muerte

lunes 21 de diciembre de 2020, 08:23h

Casualidades, chiripas o chambas de la vida, la mirada posa en un artículo publicado el día 17 de febrero de 1954 en el diario La Vanguardia, que su autor José María Castro y Calvo, titula Por donde viene la muerte, para, no se sabe de cierto, si poner a caer de un burro la, a su juicio, vulgaridad y facilidad metafórica de Ramón de Campoamor o para hacer una meditación sobre el continuo interrogar al misterio de la vida y de la muerte, supremas causas y últimos fines.

Castro y Calvo, doctor en Medicina y en Filosofía y Letras, académico en distintas ramas del conocimiento, catedrático de Historia de la Lengua y la Literatura Española en la Universidad de Barcelona, escritor, articulista y erudito en general, toma prestado para sus fines el argumento del poeta naturalista sobre un médico, el doctor Prieto, padre de una única hija a la que está convencido de poder proteger de toda y cualquier acechanza: “- No tengo miedo de perderte;/ tú, fía en mi cuidado,/ que sé por donde ha de venir la muerte”. Pero la parca se presenta de improviso y el hombre queda anonadado: “Convencido el doctor de su torpeza,/ parecía, mirándola, afligido,/ un náufrago que se saca la cabeza/ desde el fondo del mar donde ha caído”.

Y del poemita del lírico asturiano salta don José María al médico y antropólogo Pedro González de Velasco, embalsamador de su hija, como Carolina Coronado lo fuera de su difunto esposo, lo cuál lleva a coger el rábano por las hojas del bicentenario del nacimiento de la poeta y escritora romántica, que acaba de cumplirse el pasado sábado día 12 del corriente.

Por llevar un orden, la historia de lo referido y para el caso del doctor Velasco se resume en que en mayo de 1864 su única hija, Concha, de quince años, falleció como del rayo tras haberle administrado él mismo un purgante que expresamente le había desaconsejado el afamado pediatra Mario Benavente, padre de don Jacinto, que la trataba del tifus que había contraído. Convencido de ser el causante de la muerte de su amada descendiente, Gonzáles de Velasco perdió el oremus y decidió embalsamarla. Parece que casi cada tarde subía en la caja del coche de caballos a su hija taxidermizada para darle un voltio por Los Madriles, y así lo recoge en su artículo el propio Castro y Calvo: “El Madrid de aquella época pudo comprobar que todos los días al atardecer, una berlina con las cortinas echadas deambulaba por los paseos. Decían que dentro iba el doctor Velasco y la fría y seca figura de la niña, vestida con rico traje”.

Carolina CoronadoPor lo que se refiere a Carolina Coronado, instalada en Madrid por prescripción facultativa de salutífero consumo de agua de calidad, en 1852 contrajo matrimonio con Sir Horatio J. Perry, Secretario de la Embajada estadounidense en España, con quien tuvo un hijo y dos hijas. El óbito de su consorte en 1891 dejó a la Coronado tan conmocionada que decidió embalsamarlo y negar metafóricamente su muerte, refiriéndose a él como “el silencioso” o “el hombre de arriba”.

Carolina fue la tía de Ramón Gómez de la Serna, aunque es difícil saber en qué medida pudieron influir sus afanes momificantes en la decisión del greguerista de adquirir una muñeca de cera en París, instalarla en su pabellón de la madrileña calle de Velázquez, vestirla con ropajes cambiantes según la temporada y sentir aquella “fiebre sensual y cruel” cuando la pepona pisaba con garbo el suelo del torreón y alcoba abuhardillada.

Podría seguirse el hilo de la historia entrando en el detalle aventurero del otro famoso maniquí cerúleo que hizo construirse el pintor y poeta Oskar Kokoschka, a imagen y semejanza de su amante, que había dejado de serlo, la compositora Alma Mahler, pero por patrio sentido cuadra bastante más volver al doctor González de Velasco y a doña Carolina Coronado.

Al primero se le debe la conservación de una casi única mascarilla funeraria de cuerpo entero y el esqueleto completo de Agustín Luengo Capilla, “el Gigante Extremeño”, que se exhibe para pasmo y deleite de los visitantes en el atractivo Museo Nacional de Antropología, que fue su residencia en vida y que hoy mira hacía la entrada principal de la madrileña estación de Atocha. Para el médico y antropólogo, el camino de la muerte no fue, como para Platón, ni sencillo ni único, sino pespunteado por numerosas bifurcaciones y encrucijadas. En una de ellas se encontró al considerado como segundo español más alto de todos los tiempos y sin ambages le propuso comprarle los derechos plenos de su cadáver a cambio de una remuneración de 2,50 pesetas diarias hasta su defunción. Y ahí está, a kilómetro y medio de la Puerta de Alcalá.

Por lo que se refiere a Carolina Coronado, de cuyo nacimiento se cumplen ahora doscientos años, perdónense la reiteración y tabarra, el débito y adeudo social deviene de su adelantamiento en la denuncia de la violencia machista en un verso publicado en 1843. En ese poema, El marido verdugo, recoge el testimonio de la víctima, que recorre el camino de la muerte en la misma vida: “Ella os dirá que a veces siente el cuello/ por sus manos de bronce atarazado,/ y a veces el finísimo cabello/ por las garras del héroe arrebatado./ Que a veces sobre el seno trasparente/ cárdenas huellas de sus dedos halla;/ que a veces brotan de su blanca frente/ sangre las venas que su esposo estalla./ ¡Y que ¡ay! del tierno corazón llagado/ más sangre, más dolor la herida brota,/ que el delicado seno macerado,/ y que la vena de sus sienes rota!/ Así hermosura y juventud al lado/ pierde de su verdugo; así envejece:/ así lirio suave y delicado/ junto al áspero cardo arraiga y crece./ Y así en humanas formas escondidos,/ cual bajo el agua del arroyo el cieno,/ torpes vivientes al amor uncidos/ la madre sociedad nutre en su seno”.

Y hablando de esta cosa que se antoja algo o mucho más que la mera incapacidad orgánica de sostener la homeostasis, feliz Navidad.

Miguel Ángel Almodóvar

Sociólogo y comunicador. Investigador en el CSIC y el CIEMAT. Autor de 21 libros de historia, nutrición y gastronomía. Profesor de sociología en el Grado de Criminología.

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