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Óyeronse voces sonoras

lunes 28 de diciembre de 2020, 16:36h

Toda España está aún llena o casi de belenes. Aunque la fecha del nacimiento del Niño Dios pasó hace días, la oportunidad y conveniencia de no retirarlos es para muchos de todo punto evidente. Cuándo hacerlo, no está del todo claro. La costumbre lleva al 7 de enero, una vez celebrada la Epifanía y correspondiente adoración de los tres notables andaluces, pero lo suyo de suyo sería hacerlo el 2 de febrero, cuando se produce la purificación de la Virgen y presentación del niño Jesús en el Templo al haber pasado cuarenta días del divino parto.

En todo caso, “Pastores y pastoras,/ abierto está el edén. ¿No oís voces sonoras?
Jesús nació en Belén”, Amado Nerbo dixit. Dicho de otra forma, los Belenes están ahí, hasta en el mismísimo kilómetro 0, en una instalación tan a lo grande y con tal rumbo que se diría tiene vocación de sustituir el nombre de la ciudad huésped por el de la lejana cisjordana. No entra este en el cajón pero sí en el top ten de los más bonitos de España, que según los expertos son y por este orden son el Bíblico de Jerez de los Caballeros; el cada año cambiante de Cangas de Morrazo; el viviente de Buitrago de Lozoya; el de Rute, que es de chocolate que invita a un dedal de ruteño Machaco; el monumental de Parets del Vallès; el de Palma de Gran Canaria esculpido en toneladas de arena de playa; el monumental de luz y color montada en la Concatedral de Guadalajara; el de la madrileña Catedral de la Almudena/Palacio Real, al que volveremos en un momento; el de montaña instalado el pico de Covacha de Losar; y el de Sevilla, a gran escala y hermoso estilo mudéjar.

Carlos III, que llegaba a España en 1789, de mala gana y sin dar crédito a la pirueta del destino que le había obligado a alejarse de sus cálidos reinos napolitano y siciliano donde estaba dando los primeros pasos en el desenterramiento de Pompeya y donde había conocido la costumbre de los belenes de figuritas que hacía unos siglos había inventado el santo de Asís. Como es natural, no se pudo traer Pompeya a Madrid, pero sí el espíritu de las figuritas del belén que mandaría montar para su hijo Carlos IV y que muy ampliado sigue exhibiéndose en el Palacio Real de Madrid como “El Belén del Príncipe”.

Aún con pandemia y tiempo desapacible, sigue habiendo cola. Los sucesivos monarcas adoptaron la costumbre de reservar una habitación, fuera en el Casón del Buen Retiro o en el Palacio Real, para instalar el belén con grande dignidad. Inicialmente se encargaron las figuras a proveedores napolitanos, aunque algunas también a genoveses. La invasión de las tropas napoleónicas de 1800 y el Golpe de Estado de 1936 proporcionaron un grave quebrando al conjunto escultórico y escenográfico, pero poco a poco se fue recuperando y hoy luce con singular esplendor poblado por cientos de piezas de los cuales 80 son las originales napolitanas.

No cabe duda de lo antedicho que el éxito de los belenes en España le debe y muchísimo al rey Carlos III, pero no convendría desterrar en absoluto la idea de una posible influencia directa del inventor, San Francisco de Asís, que paseó los Los Madriles entre 1213 y 1214.

Francisco, “il Poverello”, se había dejado caer por la península para visitar la tumba del Apostol Santiago y después bajar a la morisma sita en el actual Marruecos para tratar de convertir algún sarraceno o en el peor/mejor de los caos sufrir martirio a manos del infiel. El caso es que en Madrid el piadoso varón se encariñó con una explanada que ocupaba el lugar donde hoy se alza la hermosa Basílica de San Francisco el Grande y allí levantó una ermita y un chozo que pronto se convirtieron en su residencia ocasional. Para acceder allí Francisco tenía que subir un abrupto desmonte entre la calle de Segovia y la Morería, trepando la cuesta que llamaban de Arrastraculos o de los Ciegos, por residir allí, en chabolos y míseras casuchas, los ciegos que durante la jornada recorrían la ciudad invocando la caridad de sus prójimos. Sucedió que un día de 1214 llegaba el de Asís de visitar a su buen amigo el prior de San Martín, templo entonces ubicado en la Plaza de las Descalzas, que le había regalado un par de cantarillas de aceite en correspondencia grata de los peces del Manzanares que Francisco le había llevado.

Subiendo penosamente la cuesta le salieron al paso dos andrajosos invidentes que solicitaron su socorro. Él les donó amparo haciéndoles participes de parte de su aceite, pero de paso tuvo la idea de ungir sus marchitos ojos con los santos oleos y, oh gran prodigio, los ciegos recuperaron milagrosamente la visión.

Sabemos que Francisco no pudo prolongar mucho más su estancia en Madrid porque al año siguiente se celebraba el Concilio de Letrán en el que la orden fundada por “il Poverello” se jugaba el futuro, pero bien podría especularse sobre la posibilidad de que el de Así le metiera el veneno de levantar Belenes a aquellos desheredados de la fortuna.

El caso es que ahí está hoy la Cuesta de los Ciegos, muy cerca del impresionante Viaducto, ejemplo señero del racionalismo arquitectónico republicano y paraje de belleza hipnótica.

La cuesta nace en la calle Segovia y en una plazuela que conserva un caño de vecindad erigido en 1932. Desde allí, paciencia y barajar, una escalinata granítica modelada en zig-zag con 254 escalones con la que se alcanza la plaza de Gabriel Miró, en la intersección de la cale de la Morería con la de Yeseros, vulgo las Vistillas, con una vista que es cosa conspicua en el mundo entero.

Dicho en palabras de don Emilio Carrere: “De Madrid al cielo, pero con un melindre de gallinejas p’a el camino”.

Miguel Ángel Almodóvar

Sociólogo y comunicador. Investigador en el CSIC y el CIEMAT. Autor de 21 libros de historia, nutrición y gastronomía. Profesor de sociología en el Grado de Criminología.

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