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Vuelta ¿a la normalidad?

martes 08 de enero de 2008, 10:58h
Después de 21 interminables días, la huelga de limpieza tocó a su fin. Ahora que todo ha acabado, que los andenes, vestíbulos y escaleras vuelven a su situación normal, cabe hacerse una reflexión sobre lo sucedido y rogar, a quien corresponda, que tome medidas para que no pueda repetirse.

Lo primero que me planteo es cómo han podido resistir trabajadores con sueldos tan escasos una protesta que ha durado casi un mes, y que sin duda les ha supuesto enormes descuentos en sus menguadas nóminas, que les obligarán a una cuesta de enero peor que la subida al Everest. Su coraje al aguantar una situación en la que, sin duda, son la parte más débil, merece todo mi respeto.

En segundo lugar, está el asunto de la rescisión de los contratos. Las empresas encargadas de la limpieza en el Metro son las mismas empresas –o filiales con diferentes nombres- de las que se dedican a gestionar prácticamente todos los grandes servicios públicos de la ciudad y de la región; las mismas que construyen las grandes carreteras, los nuevos túneles de Metro o tren y los subterráneos que entierran la circulación en la ciudad; primas hermanas de las que se ocupan de limpiar las calles, recoger la basura urbana o regar las zonas verdes; y parientes muy allegadas de aquellas que construyen las grandes obras civiles que encargan nuestros gobernantes locales y autonómicos. He comenzado el año muy descreída; me cuesta de verdad convencerme de que alguien les va a quitar ni una pequeña parte del pastel.

Y aquí llega la tercera, y última –por el momento- reflexión que me produce esta huelga: la de fijar hasta dónde llega la responsabilidad de quienes nos gobiernan, de los dueños de esas empresas públicas –en este caso, el Metro- que ofrecen servicios públicos y deben garantizar su adecuado funcionamiento. Llevo años escuchando a los políticos conservadores alabar los beneficios de la gestión privada: es más eficaz, más eficiente, más barata que la pública, defienden.

Y en coherencia con esta línea ideológica, sacan a concurso y privatizan la gestión de muchos servicios que antes se prestaban desde lo público, con trabajadores públicos y sometidos a condiciones y convenios también comunes a los funcionarios.
¿Qué ocurre ahora? Muchas veces, los concursos se ofertan al mejor postor, y se entregan a la/s empresa/s que proponen mejores precios o unas condiciones económicas más beneficiosas. A la administración pública le conviene, porque le resuelve el servicio gastándose menos de lo que tendría que pagar si se ocuparan de ello funcionarios.

Pero ¿se tienen en cuenta a los trabajadores de esas firmas que se van a encargar del trabajo? ¿Cuántos son, qué formación tienen, qué tipo de contrato les une a la empresa, cuánto cobran, en qué condiciones trabajan? Todos estos elementos deberían contar, y puntuar, en los concursos a la hora de adjudicar un servicio. Tal vez de este modo se evitarían situaciones que finalmente repercuten sobre los más inocentes de todo el conflicto: los usuarios.
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