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Centenario del nacimiento de Betty Friedan, autora de 'La mística de la feminidad'
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(Foto: Lynn Gilbert)

Centenario del nacimiento de Betty Friedan, autora de 'La mística de la feminidad'

martes 02 de febrero de 2021, 07:00h

Hace cien años, nació en Illinois una niña judía -Betty Noemi Goldstein- destinada a “dar nombre” a las cosas. The problem that has not name (el problema que no tiene nombre) fue el título de un artículo que -ya adulta y graduada en Psicología por Berkeley- intentó publicar como Betty Friedan (su apellido de casada y luego de divorciada). El texto acabó siendo el primer capítulo de un libro extraordinario y mesiánico -La mística de la feminidad- que transformó la vida de millones de mujeres, incluido el de su autora, ganadora en 1964 del premio Pulitzer.

Ese problema sin nombre era un malestar frecuente entre las esposas norteamericanas de clase media-alta que no conseguían realizarse a través de la dedicación exclusiva a la familia, pese a que estar a cargo de un hogar dotado de electrodomésticos representaba, entonces, el paradigma de la felicidad femenil, al que por supuesto aspiraban las mujeres de estratos sociales menos pudientes. Friedan entrevistó a centenas de esas “felices” amas de casa y habló al mundo de su (in)comprensible insatisfacción. Abundó en ella y señaló sus culpables: la publicidad, las revistas femeninas (dirigidas en su mayoría por hombres) y la psiquiatría (en realidad, el “freudismo”), aseguraban que ser madre de familia equivalía a… la plenitud; la sociedad norteamericana había “comprado” esa entelequia construida, según Friedan, más a conveniencia del capitalismo que en función de una voluntad masculina de dominación. Una fantasía elevada a categoría de “verdad aceptada”, conforme a la cual, las mujeres eran felices en casa (comprando para la casa). La realidad, sin embargo, era que muchas mujeres, lejos de auto percibirse plenas, se notaban vacías, y en vez de realizadas, se sentían limitadas y “castradas” como seres humanos. Llenaban las consultas psiquiátricas y allí se les ofrecían píldoras sedantes y explicaciones psicoanalíticas (“lo suyo, señora, es envidia del pene”) que cerraban la puerta a cualquier explicación de orden social. A la mujer se la enseñó a compadecer a aquellas mujeres neuróticas, desgraciadas y carentes de feminidad que pretendían ser poetas, médicos o políticos (…) Miles de voces autorizadas aplaudían su feminidad, su compostura, su nueva madurez. Todo lo que tenían que hacer era dedicarse desde su más temprana edad a encontrar marido y a tener y criar hijos.

Si en las primeras décadas del siglo XX algunas mujeres lograron llegar a la universidad y ejercer una profesión, incluso tras el matrimonio, quince años después de la II Guerra Mundial, el discurso hegemónico había reconvertido el hogar en la profesión (home career) y vocación de la mujer. Renunciar a ese ideal normativizado y sacralizado -que Friedan bautizó como ‘mística de la feminidad’- significaba renunciar a la (sana) feminidad. Hoy, a la luz de los estudios de género, es evidente que se trataba del revival de un viejo ideal decimonónico: el ángel del hogar.

Y, justamente del hogar, fue de donde Friedan quiso que las mujeres, si lo deseaban, pudiesen salir para participar del mundo por sí mismas y no solo a través del marido y los hijos. Una mujer debe poder decir, y no sentirse culpable al hacerlo, quién soy, y qué quiero hacer en mi vida. No debe sentirse egoísta y neurótica si quiere alcanzar metas propias, que no estén relacionadas con su esposo e hijos. Por eso es que cofundó y lideró varias organizaciones, la más importante, National Organization for Women (NOW), que reivindicaba la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres en todos los ámbitos, especialmente en el trabajo (Friedan, madre de tres hijos había sido despedida al quedar embarazada). NOW luchaba contra la desigualdad factual, no de derecho. Las leyes amparaban a las mujeres, pero los prejuicios y las discriminaciones directas e indirectas estorbaban su libertad. La mística de la feminidad, había echado a rodar una revolución imparable y Friedan se había vuelto una activista mundialmente célebre.

Sus compañeras feministas la defenestraron (unas dicen que se envaneció; otras que era algo homófoba), pero en 1981 regresó a la palestra de la reflexión política con un nuevo trabajo titulado La segunda fase, que en la etapa Reagan, venía a denunciar el sexismo del mercado laboral. Demandaba, además, una redefinición de las responsabilidades en la familia y denunciaba que la doble jornada (profesional y doméstica) exigía a las trabajadoras conducirse cual incombustibles superwomen. Abogaba por medidas de apoyo que garantizasen a las mujeres el acceso al empleo en condiciones equiparables a las de los hombres, y solicitaba a los poderes públicos actuaciones que redistribuyeran equitativamente esfuerzos y oportunidades. La Friedan de los años sesenta había sido liberal. La de los ochenta le hacía guiños a la socialdemocracia.

En 1993 escribió La fuente de la edad (por contraposición a la fuente de la juventud). En Occidente, la esperanza de vida había crecido y la vejez tornado novedosamente larga. Friedan cuestionó las creencias culturales sobre la menopausia, pero también sobre la vejez en ambos sexos. Fue, pues, pionera en la gerontología feminista o de género porque La fuente de la edad repiensa a hombres y mujeres más allá de la identificación con su etapa y capacidad reproductoras. Hoy este planteamiento nos parece obvio, pero a principios de los noventa, la narrativa cultural de la vejez (incluso lo que consideramos vejez) difería mucho de la actual. Le interesaba descubrir qué hace que algunas mujeres y hombres continúen creciendo y desarrollándose después de los sesenta (sic) Mientras otros decaen. Friedan también modificó la percepción social de la senectud.

Un cuatro de febrero en Washington, mientras cumplía 85 años, Betty Friedan nos dejó para siempre. Años atrás había escrito sus memorias (Life so far). Fue así como supimos que su exmarido la maltrataba y que ella le devolvía los golpes; que se llevaba fatal con Simone de Beauvoir y con Kate Millet, y muy bien, sin embargo, con Indira Gandhi. También que, aunque atea desde la adolescencia, siempre tuvo presente la máxima judía de hacer con su vida algo que mejorase la de las generaciones venideras…Lo lograste, Betty.

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