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George Sand: la pluma andrógina
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(Foto: Nadar)

George Sand: la pluma andrógina

martes 08 de junio de 2021, 07:00h

En 1854, la escritora George Sand (en realidad Aurora Dupin) recibió de su hijo Maurice, que la adoraba, el ultimátum de elegir entre él y Manceau, su joven amante y secretario, so pretexto de que la convivencia bajo el mismo techo -el chateau de Nohant- se le hacía insoportable. Hijo, tú no tienes derecho a pedirme que renuncie al amor. Siempre he luchado por ser libre y no voy a dejar de serlo a mis cincuenta años. Que os vaya muy bien a ti y a tu esposa, le dijo más o menos. Y marchó a París con su enamorado.

La libertad y el amor -y sobre todo el amor libre- fueron los alisios que empujaron el velero de su obra y vida (París, 1804 -Nohant-Vic, 1876). En una época en la que la pasión estaba negada a las mujeres, Sand no ocultaba su apetito de hombres (talentosos, jóvenes y preferiblemente rubios, según algunas biografías). La lista de sus romances es tan larga como la de los reyes godos, así que me limitaré a nombrar solo celebrities: el novelista Jules Sandeu (de quien tomaría el seudónimo tras una novela en común), el actor Bocage, la actriz Marie Dorval, los poetas Charles Didier y Alfred de Musset, el pensador político Pierre Leroux o el enfermizo compositor Chopin (Chipette en la intimidad), de cuya salud se ocupó maternalmente (un rol recurrente en sus relaciones) durante nueve años y que a cambio fue incapaz de dedicarle siquiera un solo “preludio”.

Tan copiosa dieta sentimental no la apartó de la escritura, al contrario…cuanto más amaba, más escribía. Rubricó 80 novelas (Indiana, Lélia, Valentine, André, Jacques, Mattea, Consuelo…), 35 obras de teatro, una autobiografía, varios ensayos, artículos, cuentos y más de 40.000 cartas. No crea que se trataba de misivas ramplonas e insustanciales, no. Eran piezas literarias de altura en las que Sand depositaba mayor esmero estilístico que en las novelas. Particularmente exquisita es la correspondencia con su gran amigo Flaubert, que tanto la admiraba. Fue precisamente en la amistad y no en el amor donde la “Dama de Nohant” descorchó el mejor espumoso. El pintor Delacroix, el crítico Sainte Beuve o los escritores Balzac, Turgueniev, Théophile Gautier y Víctor Hugo, entre otras gloriosas inteligencias, la veneraron como persona y autora. Incluso Dostoyevski, le dedicó artículos laudatorios (uno con motivo de su deceso), además de recomendar vivamente El Corsario, una novela que confesó había marcado su juventud e imaginación. “Reina de Francia”, la llamaba su círculo de admiradores, que incluía al propio Napoleón III. Naturalmente, no le faltaron detractores (por no hablar de detractoras). El filósofo Nietzsche la llamó vaca, en alusión al sobrepeso ganado con la edad y el poeta Baudelaire, letrina, en alusión a su vida sexual. Es lo que tiene ser famosa, que los haters usan tu vida privada para destruir en público tu trabajo.

Desde que a los 26 años se iniciara en la escritura, tuvo claro que no deseaba ser “una mujer que escribe”, sino una escritora en toda regla, o sea, “un autor”. Obvio, imperaba el prejuicio de que las mujeres carecían de capacidad intelectual para escribir y como no quería habitar la periferia de la literatura, sino su centro, hizo lo que tantas: embozarse en un nome de plume. Los seudónimos eran (son) una manera de sacudirse reticencias, pero también de preservar la identidad personal y familiar, en especial si lo que se escribe barrena la moral o la ideología hegemónicas o cierta línea editorial (periodistas pluriempleados solían simultanear seudónimos). A George Sand, después de separarse y luego de divorciarse, su suegra le prohibió usar el apellido de su hijo, Dudevant. No solo porque temiese que su pluma transgrediera las “buenas costumbres” (muchas de sus novelas reclaman libertad sexual, moral, intelectual y política para las mujeres), sino porque ser mujer y escribir era de por sí un hecho transgresor. La pluma era masculina ( y si me apura, fálica) e impropia de mujeres, pero Sand la androginizó.

Un alias es una máscara tras la que el autor puede abandonarse despreocupadamente a su propensión al travestismo mental, a su inclinación a meterse en piel y zapatos ajenos. Escribir es disociarse, desdoblarse. “Yo soy otro”, decía Rimbaud. “Contengo multitudes”, aseguraba Whitman. Como escritora, Sand llevó ese juego ficcional a la realidad y empezó a vestir ropas masculinas para pasar por hombre allá donde las mujeres solas (sin acompañamiento masculino o sin “dama de compañía”) no podían estar ni ser, es decir, cualquier sitio extramuros del hogar. Fue su manera -adelantada a la performance- de apropiarse del espacio publico. Me hice confeccionar una chaqueta-garita de grueso paño gris, con el pantalón y el chaleco iguales. Con un sombrero gris y una gruesa corbata de lana parecía un estudiante de primer año (…) Recorría París de punta a punta (…) Salía con cualquier tiempo, volvía a cualquier hora, iba a la platea en los teatros (…) No me conocían, no me miraban, no se metían conmigo; era uno más perdido en la muchedumbre.

La verdad es que el anonimato escritural e indumentario le duró poquísimo. París era un hervidero de rumores y enseguida se supo -en parte, gracias a ella misma- que George Sand era mujer; se hacía llamar George por sus amigos y por sus propios hijos (además de Maurice tuvo una hija biológica y otra adoptiva), fumaba en público y asistía a eventos sociales vestida de varón, no con la intención de pasar inadvertida, sino precisamente con la opuesta. El escándalo que su vida libérrima levantaba disparaba la venta de sus libros, que con motivo o sin él, se leían en clave biográfica. De los ingresos de Sand comían sus hijos, su exmarido y varios de sus amantes, de manera que siempre andaba a la caza de regalías. Balzac, que tanto la quiso, opinaba que en aras de esas preocupaciones comerciales, no cultivaba debidamente la enormidad de su talento. Quizá sea la causa de que hoy sus novelas nos parezcan desfasadas en términos de forma y estilo. Se ajustan mucho a la estética y los gustos decimonónicos.

Sand creía con fervor en la igualdad y durante una etapa de su vida se hizo activista del progreso social, influida primero por el socialismo místico de Lamennais y luego por el de Leroux. Se vinculó también a los partidarios de la Segunda República y hasta fundó un periódico muy comprometido llamado La causa del pueblo. Pero la violencia y el desenlace conservador de los acontecimientos de la Revolución de 1848 acogotaron su vocación política. Aunque era vehemente defensora de los derechos de la mujer, se puso como una hidra cuando el periódico feminista La voz de la mujeres propuso aquel año su candidatura a la Asamblea Nacional. Hizo unas declaraciones tan airadas contra la directora del medio y “su cenáculo”, que la propuesta acabó volviéndose en contra de las promotoras. Le ha decepcionado, ¿verdad? Bueno, nadie es perfecto.

Con todo, una novela suya en 1861 -La Ville Noire- se adelantaría 20 años a la célebre Germinal de Zola en su análisis del mundo obrero y en la preocupación por la mujer proletaria. Ya sabe: donde hubo fuego (y en ella hubo mucho), siempre quedan rescoldos.

Y de rescoldos vivió sus últimos 20 años, templada por el recuerdo dulce de aquel (pen)último amor con su joven secretario, Manceau, de quien le hablé al comienzo de este artículo. Al cabo de varios meses, el pobre Manceau murió tuberculoso y Sand regresó con su hijo y su nuera a Nohant para hacer mermeladas, alfabetizar a los empleados, educar a los nietos, escribir “Cuentos de una abuela”, cartearse con Flaubert, organizar veladas literarias y, de cuando en cuando, encamarse con algún blondo poeta debutante. Coincido con usted: genio y figura…

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