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Señora Montero, me siento ingeniero

miércoles 30 de junio de 2021, 19:24h

Como España apenas si tiene problemas verdaderamente serios y la crisis social, política y económica en la que estamos metidos de hoz y coz no va más allá de una peleílla de alumnos de instituto en horario escolar, viene ahora Irene Montero, ministra de Igualdad y una de esas mujeres que marcan un antes y un después en el devenir de la historia de la humanidad, y nos trae la ley Trans para permitirnos a cualquiera que tengamos más de 14 años la posibilidad de cambiar de sexo a través de un mero acto administrativo.

Las feministas históricas de este país –el llamado feminismo clásico o radical-, es decir, esa legión de mujeres cultas, fuertes, valientes y esforzadas que pasan de 65 y que llevan ya más de medio siglo luchando por hacer posible la igualdad entre hombres y mujeres en todos los campos (Lidia Falcón, pongamos por caso), y que no entienden nada de estas veleidades legislativas de la señora Montero, se han quedado con la boca abierta y sin dar crédito al espectáculo montado desde el ministerio al que ha dado carta de anteproyecto de ley el mismo consejo de ministros.

Y no es que a las feministas históricas y al común de los mortales en general no nos preocupe la situación de las personas trans, es decir, aquellas cuyas identidades de género no coinciden con las del sexo con el que nacieron. Pero eso es una cosa y otra bien distinta que un niño o un adolescente se levanten una mañana, y para darle en el morro a sus padres, con los que mantiene discusiones y diferencias profundas cada hora, se vaya corriendo al Registro Civil y le diga al funcionario de turno que quiere cambiar de sexo, y sin tener que aportar informe médico, psiquiátrico, psicológico, ni de hormonación alguna, teniendo más de 16 años el funcionario estará obligado a cambiársela. Menos mal que, si es menor de esa edad, tendrá que ser con el permiso explícito de los padres.

Pero es que, uno o dos años después, podrá regresar a la misma ventanilla para volver a decirle al mismo funcionario que “donde dije digo, digo Diego” y que, de nuevo, quiere volver a su género anterior. Y, sin embargo, ese mismo adolescente no tendrá derecho a voto, ni a poder sacarse el carnet de conducir, aspectos estos para el legislador probablemente mucho más importantes que el de la inscripción en el Registro Civil del sentimiento masculino o femenino con el que se levante el o la adolescente.

Más aún, si el sexo fuera un asunto ajeno a la biología, ¿tendría algún sentido el feminismo, la lucha de tantos y tantos años en pro de los derechos de la mujer? Que un galimatías jurídico como este –puesto en solfa por algunos grupos feministas y hasta de algún colectivo trans-, se tope de lleno con otras leyes favorecedoras de la inclusión de la mujer-, haya ocupado el tiempo de todo un consejo de ministros y, de aquí en adelante, también de varios centenares de diputados y senadores durante varios meses mientras, al mismo tiempo y sin solución de continuidad, veamos todos como se siguen deteriorando la convivencia, la economía, la política interior y exterior de este país, no me digan que es precisamente un espectáculo alentador…

No creo, sin embargo, que el verdadero objetivo de una ley como esta sea realmente el de resolver o, al menos, facilitar, el durísimo conflicto personal al que se ven abocadas las personas afectadas por la disforia de género; las consecuencias inevitables que el hecho genera entre sus familiares, los amigos y el entorno social; los tratamientos médicos (hormonas principalmente), o las intervenciones quirúrgicas a las que tienen que someterse, no serán ahora a priori sino a posteriori, pero no se van a poder evitar tampoco.

No significa lo dicho hasta aquí que las personas trans no merezcan el respeto, la comprensión, la empatía y las ayudas sociales para que puedan vivir su identidad plenamente y con todas las garantías legales del mundo. Pero iniciativas como esta, a nuestro modesto entender, trivializan un asunto que es muy serio y, las más de las veces, doloroso y delicadísimo y que, en consecuencia, exige un tratamiento legal de hondo e inequívoco compromiso social.

Hay aspectos de la ciencia y de la naturaleza que una ley no puede resolver por mucho que se empeñe. Es como si por esta vía la señora Montero quisiera ahora hacer posible que todos los mayores de 65 años pasen a tener de 15 a 25, que las personas afectadas por enanismo midan 1,80, que todos los ciegos corrijan su falta de visión con solo desearlo, o que cualquier españolito de a pie, un día de estos se levante y pueda poner en su tarjeta de visita que es ingeniero, matemático o arquitecto. Y otro día que le cambien la identidad de especie animal porque se siente gacela, rinoceronte o koala. Muy pronto vendrían entonces sobre él o sobre ella consecuencias de todo tipo que prefiero ni imaginar, y, en segundo lugar, nadie lo entendería… ¡Perdón!, quizás, solo quizás, la señora Montero.

José-Miguel Vila

Columnista y crítico teatral

Periodista desde hace más de 4 décadas, ensayista y crítico de Artes Escénicas, José-Miguel Vila ha trabajado en todas las áreas de la comunicación (prensa, agencias, radio, TV y direcciones de comunicación). Es autor de Con otra mirada (2003), Mujeres del mundo (2005), Prostitución: Vidas quebradas (2008), Dios, ahora (2010), Modas infames (2013), Ucrania frente a Putin (2015), Teatro a ciegas (2017), Cuarenta años de cultura en la España democrática 1977/2017 (2017), Del Rey abajo, cualquiera (2018), En primera fila (2020), Antología de soledades (2022), Putin contra Ucrania y Occidente (2022), Sanchismo, mentiras e ingeniería social (2022), y Territorios escénicos (2023)

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