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Navidad lotera y chepas idos

miércoles 01 de diciembre de 2021, 10:53h

Debe ser muy raro (dicho sea tal con el acento y gracejo de don Julio Iglesias Puga) el español que a estar alturas no lleve un décimo, o varios-bastantes-muchos, del sorteo lotero de Navidad, porque, quien más quien menos, hace tiempo que hizo suya la paráfrasis de siniestro origen “la lotería os hará libres”.

Cada uno es cada cuál, Joan Manuel Serrat dixit, y por eso, para invocar a la suerte cada maestrillo tiene su librillo. Los hay que esperan larguísimas colas ante una lotera que a fuerza de vender centenares de miles números consigue situarse a la cabeza de los “Gordos”; también hay quien entra a la administración de lotería con el pie derecho (o con el izquierdo, según su particular forma de deambulación); quien compra el número que se le ha aparecido en sueños; quien quema décimos atrasados antes de adquirir el fetén de la fetenera; y quien, una vez adquirido el décimo, lo pasa por la cabeza de un alopécico severo, por la barriga de una embarazada, por el lomo de un gato negro o por la chepa de un jorobado.

De todo este repertorio de supersticiones, la última es la que mas se ha ido perdiendo, porque a ver quien encuentra ahora un chepa en esta sociedad líquida, neoliberal y tecnoemocinal. Antes, en mi antes, un buen porcentaje de los limpiabotas eran gibosos y estaba tirado frotarle el décimo por la corcova mientras él musitaba: “…estos zapatos son buenos; tendría que cuidarlos”, en desesperado intento de cronificar el oficio. Ahora ya no hay chepas.

En ese “mi antes”, por las calles circulaban ingentes cantidades de jorobados, de tísicos (antes de que se extendiera la correcta denominación tifus) y de tullidos poliomielíticos, que con el tiempo y una caña fueron desapareciendo del paisaje gracias a la generalización de la higiene, la buena alimentación y muy sobre todo a las vacunas de las que ahora abominan seres que se dirían venidos de otros mundos.

Ahora ya no hay chepas, pero, a efectos invocatorios de la diosa Fortuna siempre nos quedará París o la sustitución onírica del corcovado metafórico en lugar mágico y potente en fuerzas telúricas, que aunque nadie sepa que significa tal cosa, a lo que es Madrid, murallas afuera de Doña Manolita, se sitúa en la plaza embutida entre las calles de Bravo Murillo, Marqués de Viana y Marqués de Vallellano, distrito de Tetuán (de las Victorias). En el espacio que ahora ocupan unos jardincillos en torno a edificaciones habitacionales de modernidad desarrollista, ya no hay bancos, porque los han quitado la autoridad para que los desheredados de la fortuna no los ocupen con brick de vino y bolsas de pegamento. Pero hay un par de ellos aledaños, en la acera de Bravo Murillo, donde el décimo del sorteo del 22 se puede frotar; un acto aparentemente banal, pero que representa la casi total garantía, con su trazabilidad correspondiente, de suerte y ventura para “tapar agujeros” que suelen mencionar los agraciados con un buen pellizco mientras vocinglean Sidra El Gaitero en mano.

La razón de este sortilegio es que en ese ámbito estuvo plantada la Plaza de Toros de Tetuán (de las Victorias), el coso taurino donde debutó Manolete como novillero, tomó la alternativa Rafael Gaona, y, lo que aquí interesa, el único en el mundo donde hizo faena un torero jorobado.

Se llamaba Antonio Rodríguez y había nacido en 1912 en el pueblo toledano de Quismondo, cuna de la dinastía de los “Dominguines”. Llegó al mundo con una severa escoliosis que con el tiempo se iría convirtiendo en portentosa giba, que no fue valladar ni cortapisa a la hora de dejar volar el sueño de convertirse en matador de novillos-toros con el remoquete de “El Chepa de Quismondo”. Tras actuar en capeas y festejos taurinos de su provincia, se trasladó a Madrid, pensando que en la capital tendría su oportunidad. En tanto ésta llegaba, se colocó de peluquero en el barrio de Lavapiés. Cada noche, a la salida del trabajo, iba a parar a la Taberna de Antonio Sánchez, en la calle Mesón de Paredes, propiedad del pintor y antes torero de cierta fama que daba nombre al local.

Por allí se dejaban caer casi a diario el abogado, crítico taurino y escritor Antonio Díaz Cañabate (que dejó memoria de aquellos días en la novela Historia de una taberna), el pintor Ignacio Zuloaga, a quien la crítica parisina denominó “el último gran maestro de la Escuela Española”; el escritor, polígrafo, miembro de la Real Academia Española y autor de un monumental tratado taurino, José María de Cossío; “El Madriles”, cochero del último simón (pequeño carruaje tirado por un caballo que en este caso era Chotis) que circuló por las calles de Madrid; clientela variopinta y gente de buen vivir.

Cañabate, que solía decir de Antonio: “… este muchacho tiene la chepa llena de toros”, consiguió convencer a la parroquia de más posibles para hacer realidad la aventura taurina de “El Chepa de Quismondo”. Contrataron los servicios de un sastre del barrio para que adaptara un traje de luces a su peculiar anatomía y pagaron los gastos que exigía la plaza. Y llegó el día, al comienzo del verano de 1936, con la guerra llamando ya a las puertas.

Pepe Dominguín, en El arte de vivir, escribió una crónica que aún estremece a los aficionados: “El Chepa llegó a la plaza con su coche de motor, con sus banderilleros ya mayores, amoratados por la presión de sus ajustadas ropas y por el efecto de algún vinillo de frasca de más”. El becerro, “fuerte, nervioso y correoso”, le propinó alguna que otra voltereta, pero finalmente pudo matar al astado e incluso cortarle una oreja”.

Y este solo fue el principio de su gloria, porque Zuloaga, que ya había pintado a Juan Belmonte y a Domingo Ortega, se empeñó en llevarle a un lienzo en 1944. Así quedó inmortalizado a futuro en un portentoso retrato ante el que el Chepa dijo entre lágrimas: “Ya me puedo morir tranquilo, porque quedo en la historia como torero, bendito sea Don Ignacio”. Después de muchas vueltas, el lienzo terminó colgado de las paredes del Museum of Modern Art (MoMA) de Nueva York, donde no dejan pasar décimos de lotería sobre su superficie. Así que, a Bravo Murillo, que está a un paso y hay dos asientos donde implorar a la diosa romana con ruleta y cornucopia.

De manera que, ale, que p’a luego es tarde.

Miguel Ángel Almodóvar

Sociólogo y comunicador. Investigador en el CSIC y el CIEMAT. Autor de 21 libros de historia, nutrición y gastronomía. Profesor de sociología en el Grado de Criminología.

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